miércoles, 27 de mayo de 2020

Todo pierde sentido

Cuando crecemos la vida pierde sentido y no hablo de existir, que es grandioso, sino de la vida que llevamos de lunes a domingo y que está más cargada de fantasías que de realización. Por eso cuando lo notamos entramos en pánico y sentimos que no hay forma de recuperar todo ese tiempo que perdimos durmiendo, pegados al celular o manteniendo una relación tóxica por miedo a quedarnos solos y sin coger. Al final es lo que buscamos, una buena compañía pero también un gran polvo. 

Pasa de un día para otro, despertamos un jueves sin genio ni ganas de responder el WhatsApp, cocinar, bañarnos o trabajar. Ni siquiera nos llama la atención la idea de quedarnos en la cama o salir de compras. No aguantamos mirarnos al espejo porque nos vemos gordos, flacos, viejos o idiotas; incluso dudamos por qué la gente nos aprecia si lo único que hacemos es trabajar, comer y dormir. No andamos de activistas en la Cruz Roja ni encadenados a un árbol tratando de salvar el Páramo de Santurbán. Somos gente normal, que podría morir en un accidente cruzando la calle, arrollada por un motopirata y en las noticias no nos dedicarían más de 10 segundos. Eso sería todo, una nota judicial es lo más cercano a una biografía a lo que podemos aspirar con la vida que llevamos. 

Crecer nos lleva a ver la vida desde una perspectiva más cruda y por eso uno se fastidia consigo mismo y también con los demás. La clave es no llenarse de odio contra el mundo sino aceptar lo que está mal. En mi caso, cuando termino con una pareja siempre me pregunto las razones que podría darle para que se quede y lo intentemos una vez más pero la verdad es que termino aceptando que lo mejor es mandar todo a la mierda. No porque ambos seamos malas personas sino porque ser buena gente no es suficiente para darle la lucha a la rutina, las deudas o la falta de proyección que podamos tener como seres humanos. Si ser bueno alcanzara para lograr el éxito a los que cargamos con cara de huevas nos iría mejor que a Bill Gates. 

Muchas de nuestras decisiones de adulto están enfocadas en huir de lo que construimos durante años, fíjense cómo nos cruzamos de calle cuando vemos a algún ex compañero de la universidad o le sacamos el cuerpo a las reuniones familiares y a los cumpleaños en la oficina. No es que carguemos con resentimiento solo creemos que esos rituales perdieron sentido porque llevamos repitiéndolos durante años y décadas. Todo es divertido en un inicio, como las video llamadas y las reuniones por Zoom cuando comenzó la cuarentena, pero ahora sacamos excusas para no responder el teléfono. Se supone que la casa era nuestro refugio cuando no queríamos verle la cara a nadie pero ahora hay que contestar así uno esté cagando o quedamos como groseros. 

Cuando nos damos cuenta de que nada nos entusiasma vamos al psicólogo, nos matriculamos en bailoterapia y meditamos pero no tomamos decisiones para cortar el mal de raíz. Somos lo mismo que un estudiante universitario que se aburre en clases de lunes a jueves pero el fin de semana se libera de todo a punta de trago y de drogas, la diferencia es que nosotros lo hacemos con la bicicleta, el running o el yoga. 

Para recuperar el sentido y las ganas de continuar con esto tenemos que dejar de hacer lo que no queremos y cada uno ya sabe qué es, lo que pasa es que tenemos miedo de defraudar a los demás. Así estemos quebrados por dentro nos importa más el qué dirán, en resumidas somos unos hijos de puta con nosotros mismos. 


Jorge Jiménez

jueves, 14 de mayo de 2020

Comenzar de nuevo

Hoy siento que estoy mejor que hace algunos años y no hablo de la situación económica sino de la espiritual, que es la más jodida de las dos. Lo digo porque antes sufría ataques de ansiedad y me sentía perdido en el universo pero desde que dejé mi trabajo por la comedia las cosas funcionan mejor adentro. Digamos que hacer reír me salvó y ahora me motiva cumplir los sueños de mi niño interior. Es sencillo, dejar de traicionarnos es uno de los caminos para sanar.

No llevaba una mala vida, solo la sentía ajena. Me fastidiaba madrugar, desayunar de afán, manejar y llegar a sentarme ocho horas en un lugar en el que jamás me imaginé cuando tenía veinte años y soñaba con tragarme el mundo. Recuerdo que en el colegio me divertían dos cosas: escribir y hacer reír, pero de adulto no trabajaba como periodista ni comediante. Solo me jodía en un empleo para pagar servicios y darme lujos de clase media sin emocionarme por lo que hacía. ¿De qué sirve matarnos todos los días por cosas que no nos excitan antes de dormir?

Ignoro cómo pasó pero sé que estoy mejor, sigo con la misma pereza de siempre y pierdo el tiempo en Instagram y Netflix y como hamburguesas y tomo Coca Cola pero en lo espiritual me siento bien. Ya no me suelto a llorar de la nada ni me emborracho solo los fines de semana frente al televisor como el Teniente Dan Tylor en Forrest Gump. Me gustaría incluso buscar a las personas a quienes les he hecho daño y decirles que soy un hombre nuevo y ayudarlas también con su proceso. Ayudar da tranquilidad porque es otra forma de amar, más desinteresada que aquella que conocemos.

No siento que me encuentre en un nivel elevado de espiritualidad, al contrario, apenas comencé a ver qué es lo que llevo dentro y falta mucho trabajo. Ahora solo convivo mejor con la idea de felicidad que alguna vez tuve y ahí voy, por lo menos dejé de pedir consejos sobre qué hacer con mi vida y tampoco culpo a los demás por mis fracasos. Aunque la familia, la Iglesia, el colegio, el Gobierno y la publicidad nos llenaran de mierda desde la niñez, ya no estamos para hacer berrinche.

En el fondo me espanta la cantidad de años que uno pierde creyendo que la felicidad es capitalizar. Hay quienes todavía insisten en que lo más importante es ocupar un cargo alto en una empresa, así tengan que actuar como las personas que odiaban en su adolescencia. Ese es uno de los grandes triunfos del sistema, lograr que nos olvidemos de nosotros mismos a cambio de billete.

Cuando la gente pregunta qué hice para encontrarme y recuperar mi rumbo digo que solo recordé lo que deseaba cuando era un niño. Aunque la verdad es que no hay un método concreto, todos somos diferentes y cada uno de nosotros está roto de formas distintas. La única salida es comenzar de nuevo, ojalá con menos traumas.


Jorge Jiménez

miércoles, 6 de mayo de 2020

Gabriela



Lo  más triste de alejarse de alguien es que se convierte de nuevo en un extraño. Un día estamos clavados en el teléfono hablando con esa persona y después ignoramos si aún respira. Así pasó con Gabriela, la conocí en 2014 y siempre nos llevamos bien pero después de unos meses cada uno agarró por su camino y ahí quedó todo. Nos cruzamos y nos abrimos orgánicamente, sin dramas.

Pasa seguido, desaparecemos de la vida de los demás sin notarlo y cuando nos golpea la soledad o el desocupe los extrañamos el doble y eso duele, porque además de ser recuerdos también se transforman en fantasmas. A veces me dan ganas de escribirle para saber cómo está y enviarle un par de canciones, que es lo que hacemos cuando conocemos a alguien: llenarlo de música para contarle lo que llevamos dentro sin necesidad de exponernos. Romántico pero también cobarde. 

Le gustaba Joaquín Sabina. Hablo en pasado porque hace cinco años que no la veo y no sé cuáles sean sus gustos ahora -vaya uno a saber si nuestros fantasmas cargan con sus propias preferencias musicales-. La emocionaba bailar salsa, trotar en la madrugada, el yoga, la meditación y comer en un restaurante vegetariano de Chapinero en Bogotá.  Así la recuerdo, sofisticada y espiritual. Y aparte de eso atractiva, con el rostro de una modelo y un cuerpo brutal. Una especie de ángel morena, mucho más bella de lo que sale en sus fotos -lo contrario de la mayoría-.

Encontrarnos era divertido porque cada uno quería olvidarse de una parte de su pasado, entonces nos dedicamos más a aprender del otro que a hablar de sí mismos, por eso jamás tratamos de colonizarnos. Ella me enseñaba los beneficios de la comida saludable, la respiración y el running y yo por mi lado le hablaba de relajarse y de bajarle a la neurosis que nos impuso un sistema que la mayoría de las veces carece de sentido.  En menos de un mes pasamos de ser desconocidos a actuar como terapistas personalizados, ese fue nuestro mayor éxito: hacernos bien. 

A pesar de venir de mundos distintos sincronizamos de muchas formas y podría decir que nos encontramos solo para disfrutarlo. Incluso ahora discuto más con su fantasma que con ella porque en el fondo me llena de bronca que la vida no nos permita conservar a la gente que nos da tranquilidad, que es bien poca, claro. 

Hace unos días entré a WhatsApp para saludarla pero no fui capaz, así que abrí su foto de perfil y la vi sentada en una hamaca. Está descalza y luce tan sexy y seria como siempre pero sobre todo tranquila, así que me dio miedo incomodarla. No pude lanzar ni un hola, solo le tomé un pantallazo y cerré la aplicación. Lo hice porque sentí que debía huir con algo que me permitiera observar cuánto ha cambiado desde que se fue a vivir Italia. Me hubiese gustado ser yo quien le tomara esa foto.


Jorge Jiménez 

sábado, 25 de abril de 2020

Amor y marketing


Si la gente todavía cree en los políticos y en los curas es comprensible que aún guarde esa idea de encontrar una pareja perfecta, por eso hoy los adolescentes enloquecen con la relación de Camilo y Evaluna en redes sociales. Nada más lindo que un amor correspondido, sí, pero un poco triste eso de creer que antes de llegar alguien a nuestras vidas no había en nosotros algo que valiese la pena. Sería pasar por encima de muchas cosas que llevamos dentro, entre esas el amor propio.

Hay que ver lo que hace el marketing en nuestra cabeza. Desde impulsarnos a comprar un celular de cuatro millones de pesos para vivir enviando memes por WhatsApp hasta montar en el poder a gente que está investigada por masacres y que construye laboratorios de cocaína en sus fincas de descanso. Si eso es lo tangible, lo de todos los días, calculemos un poco lo que nos meten en la cabeza y que aceptamos sin sospechar, como esa idea de que somos mejores que los demás, que nuestra familia es gente de bien y que nos ganamos la lotería con una pareja intachable. Hay que calmarnos, de ahí a creer que solo merecemos cosas buenas solo hay un paso.  

Volviendo al tema, demostrar el amor no está mal, al contrario, necesitamos sentir que conectar con alguien por más de tres semanas todavía es posible. Pero irnos al extremo y vender a nuestra pareja como la Madre Teresa es algo tóxico. Todos la hemos cagado, cargamos con secretos oscuros y herimos y defraudamos a mucha gente. No lo aceptamos para no incomodarnos, por eso nos gusta pensar que la mejor película de amor de Ryan Gosling es The Notebook, cuando lo más acertado que ha hecho en ese tema es Blue Valentine. Ahí entendemos que la felicidad a veces duele y que encontrar el amor también puede jodernos la vida. Un joya. 

Siento envidia por las parejas estables que logran crecer y construir un proyecto. Que a pesar de que vienen de mundos distintos sincronizan sus profesiones e ideales para mantener esa conexión que los unió en un principio. Eso es lindo. Como la escena final de Before Midnight en la que Jesse discute con Celine porque se dan cuenta de que el amor real también viene con toda la mierda que somos como seres humanos. Entre esas la rutina, la vejez y el miedo a entregar los mejores años de nuestras vidas a la persona equivocada.

El amor real es posible, claro, pero cuesta. En el fondo da ternura ver a Camilo diciendo que su mundo es Evaluna. No hay nada de malo en ello. Ser artistas o famosos no quiere decir que no tengan derecho a amar y sentir -ya lo vimos en Notting Hill-. Pero esa carga que le están montando en los hombros al otro es pesada. Primero porque con tanta perfección pareciera que está prohibido fallar y segundo porque comprometen a responder con lo mismo, a amar igual, cuando hay días en los que ni siquiera podemos con nosotros mismos.  

En fin, no hay que olvidarnos de que todo se trata de marketing y el amor no se escapa. Cada uno sabe cómo le ha ido y las cosas que ha visto cuando se ha enamorado.


Jorge Jiménez 

domingo, 12 de abril de 2020

Mentiras en cuarentena

Hoy tenemos una presión por demostrar que somos productivos. Veo gente parándose de cabeza, saludando al Sol, cocinando mejor que Sascha Fitness y ejercitándose con botellas de agua. Normal, eso somos por estos días y en el fondo necesitamos de esa aprobación social que nos dan los demás, por eso transmitimos nuestra vida como si fuese algo extraordinario. Crecimos con el morbo de impresionar y de agradar y lo haremos con lo que tengamos a la mano, así sea un gato. Pero de allí a ser tan mágicos como creemos hay un par de años luz de distancia.

Cuando medito y echo un vistazo a los errores que cometí en el pasado siempre llego a la conclusión de que la enemiga número uno de cumplir mis sueños ha sido la pereza. Nunca se ha tratado de mi ex novia bipolar, la falta de dinero, de tiempo o de oportunidades. La pereza. La simple flojera. Y por más cosas que haga y suba a redes sociales en esta cuarentena sé que no he acabado con el problema. Ahí está, más fuerte que nunca. Ese es el punto, en veinte días no se pueden superar los veinte años que uno lleva repitiéndose.

Por eso no creo en lo que mostramos hoy por Instagram, Twitter y TikTok. Estamos matando el tiempo, pero de allí a ser otras personas por encerrarnos dos fines de semana no sé, estamos lejos. Distraernos es una cosa y cambiar desde adentro es otra.  Hay que ver las bellezas que hacen los asesinos seriales cuando están en la cárcel. Leen, se ejercitan, pintan y ayudan en la cocina y con el aseo, unos ángeles de luz. Pero la realidad es que no ven la hora de salir a descuartizar gente de nuevo. Es su naturaleza y a veces no cambia ni con cuatro cadenas perpetuas. Ahí es cuando me asusta la idea de que ahora nos mintamos creyéndonos mejores solo porque pasamos tiempo con la familia o aprendemos a cocinar un postre. Nos falta, hay que reconocerlo.

La verdadera persona que somos la dejamos en la puerta cuando comenzó esta cuarentena. Nos la quitamos de encima como si fuera un abrigo y la pusimos al lado de los zapatos y de las llaves. Lo bueno sería conversar un rato con ella, es decir con nosotros. Sentarnos en la sala frente a ese otro yo y preguntarle por qué se amarga los lunes en la mañana y gasta su sueldo en ropa y cosas que no necesita. O por qué sube fotos como si fuera una modelo o un empresario exitoso cuando solo se trata de una estudiante de pueblo o un asalariado más. Sería bueno saber cómo es esa vida dedicada a mentir y crear personajes tan bizarros y alejados de la realidad.

Ahora creo que sería productivo tener una junta general con todas esas otras personas que somos y también con las que creamos para impresionar a los demás en el barrio, la escuela, la misa de los domingos, la universidad, en la oficina y por supuesto en la cuarentena. Sería algo democrático, una junta de propietarios del cuerpo. En ella se decidirá si vamos a seguir fingiendo y autoengañándonos o de verdad vamos a cambiar la mierda que somos por dentro antes de volver a sonreír y dar abrazos allá afuera.

Jorge Jiménez

martes, 7 de abril de 2020

Cagados de miedo

Lo más difícil de crecer es aceptarnos, sobre todo porque en la niñez y la adolescencia soñamos todo el tiempo con alcanzar ciertas cosas que al final no resultaron tan fáciles y se esfumaron. De pronto apuntamos demasiado alto o nos faltó enfoque y sin querer nos dedicamos a la rumba, la televisión, el amor o sencillamente a dormir –que a veces es lo mismo-. El punto es que ahora que lo percibimos no reconocemos que también nos faltaron ganas y creemos que ya es tarde como para hacer algo por nosotros.

Cuando ingresé a la universidad en realidad no sabía qué hacer con mi vida, por eso siempre le he cargado envidia a los músicos y a los deportistas, porque esa gente desde los 10 años tiene claro para qué está aquí. Es bello porque lo logren o no viven tranquilos con ellos mismos por intentarlo, y eso ya es admirable. El caso es que ingresé a la carrera de periodismo sin tanta confianza, lo hice más que todo porque las matemáticas, la física y la química me generaban pereza y aburrimiento. Digamos que elegí una carrera para evitar otras. Así tomaba la mayoría de mis decisiones antes, como no tenía rumbo entonces me guiaba por el miedo.

Nunca tuve buenas notas. Fui más bien un vago promedio y solo me esforzaba cuando algo me gustaba de verdad, el resto lo dejaba a consideración de los profesores. Pero lo disfruté y estando adentro jamás me interesó otra carrera. En comunicación podíamos ser y eso ya era una ganancia considerable. Alcancé a soñar con reemplazar un día a Gay Talese pero me faltó enfoque y disciplina. Ser periodista también requiere de la misma valentía y claridad de los artistas y los deportistas. Más que una decisión es una apuesta, un all in al que pocos estamos acostumbrados.

Después de cumplir 30 años acepté que nunca me esforcé lo necesario por ser un gran periodista y que por eso nada de lo que imaginé durante la carrera se cumplió. Los profesores hicieron su trabajo y me enseñaron a escribir y soñar pero siempre faltó mi parte. Fui bueno. Me iba bien de redactor y llegué a recibir clases de los más duros en las oficinas principales de Reuters en Londres, pero nunca saqué tiempo para ser extraordinario y aceptarlo ahora me trae tranquilidad. Por eso pienso que aceptar es importante, nos libera y llena de calma para tomar el control de nosotros mismos.

Por eso muchos están atrapados entre el fracaso y la frustración porque no reconocen que en algún punto de la vida se hundieron con la carrera, el matrimonio, el nuevo empleo o con lo que sea. Solo se trata de honestidad. Si se parte de allí podemos iniciar tranquilos un nuevo viaje. Es como cuando terminamos una relación, entre más sincero y rápido sea el cierre más rápido nos recuperamos.

No es que estemos viejos para soltar e intentarlo de nuevo, es que tenemos miedo de aceptar que nos equivocamos.  Estamos cagados de miedo.


Jorge Jiménez

miércoles, 1 de abril de 2020

Conocernos

Es mi primer fin del mundo y no sé cómo actuar. Trato de mantenerme activo durante el día para evitar la ansiedad. Despierto, tomo café, medito, hago ejercicio, leo, escribo, pago facturas por internet, veo Netflix, chateo con los amigos y hablo con la familia. Es todo. A eso dedico estos días de encierro. Por encima siento que soy la persona más productiva de la cuarentena pero si observamos de cerca y esto en realidad se trata de un apocalipsis, no hay nada extraordinario en lo que hago. Solo actúo como un millennial más en un puente festivo de reyes.

Hay días en los que amanezco triste. Triste de verdad.  Despierto con la sensación de que todo va a salir mal y pienso en hacer algunas llamadas a los familiares que están lejos o escribir un par de correos electrónicos a ex novias y personas con las que hace rato quedamos muy mal. Sería bonito: saludar, pedir perdón y despedirse con el alma tranquila después de embarrarla con tanta gente.  Pero la verdad es que me da pereza quedar como pesimista y también como dramático y más en una pandemia en la que muchos andan bailando reguetón, tomando trago, desnudándose frente al espejo y retándose.  No los juzgo, son formas de evadir la realidad y a veces caigo en lo mismo cuando me aburro del sexting.

Para ser un fin del mundo veo que lo estamos agarrando muy relajados. No solo por lo de subir tantas estupideces a redes sociales sino porque también confundimos la productividad y la creatividad con estar ocupados. Una cosa es leer, hacer ejercicio, enviar las tareas de la universidad y cumplir con el teletrabajo y otra muy distinta hacer algo que realmente valga la pena antes de morir. No sé, si el médico dijera que me quedan 15 días de vida no los gastaría haciendo un challenge. Sí, es jodido porque no podemos salir a viajar y recorrer el mundo ni tampoco coger con quienes amamos, pero hay cosas extraordinarias por hacer mientras estamos encerrados, como conocernos a nosotros mismos.

Todos deberíamos hacerlo: cuestionarnos y conocernos. Preguntarnos si realmente le cumplimos a nuestro niño interior, si amamos el trabajo al que volveremos cuando esto termine o si en serio deseamos y estamos enamorados de nuestra pareja. Es tiempo de ver hacia adentro. De analizar un poco si este es el lugar al que le apuntábamos cuando éramos jóvenes y soñábamos con tragarnos el mundo. Esto se está yendo muy rápido y vale la pena conocernos lo más pronto posible. La vida es una canción muy buena a la cual no le estamos prestando atención porque pensamos que en cualquier momento podemos repetirla y eso nunca sucederá.

Si logramos conocernos estoy seguro de que sanaríamos muchas cosas y entenderíamos muchas otras. Ocuparse está bien, pero si vamos a morir sería mejor tratar de comprender un poco más de qué se trató todo esto y qué fue lo hicimos con nosotros todos estos años.




Jorge Jiménez


domingo, 29 de marzo de 2020

Sueños pendientes

Lo más duro de la cuarentena es darnos cuenta de los vacíos que llevamos y de lo poco que hemos hecho durante nuestro paso por el universo.  Aunque cada uno maneja sus propios conceptos de felicidad y de éxito, sería muy triste morir de coronavirus y saber que lo único que se hizo fue estudiar y trabajar. Por eso me sorprende la gente que solo piensa en salir de esta para reventarse en la rumba o en la empresa produciendo, muchos no quieren sobrevivir para cumplir sus sueños sino para continuar con la vida de consumo y conformismo que llevábamos antes de este mierdero.  Vivir es más que tomar trago y bailar y tampoco se trata de hacer plata. Si a estas alturas no hemos entendido eso entonces este encierro ha sido un fracaso.

Tengo 34 años y por mi parte, si muero mañana, me iría cargado de rabia conmigo mismo por perder tanto tiempo en cosas que jamás aportaron al desarrollo espiritual y personal que busco angustiado hace algunos meses. Hablo de las redes sociales, de las relaciones tóxicas, de las misas en las que un cura nos llenó de culpa más que de amor, de las clases de química en el colegio,  de esas amistades a las que uno entrega todo pero al final no recibe ni una llamada y menos un abrazo. También perdimos el tiempo frente al televisor, leyendo memes, viendo videos de caídas graciosas en YouTube, masturbándonos con una mano en los genitales y otra en el celular, criticando a los demás, hablando con nuestras ex parejas, fantaseando con volver a ser niños, escuchando a Maluma o simplemente durmiendo.  Ese ha sido el error, consumimos más de lo que creamos porque nuestro paso por este mundo se ha limitado solo a devastarlo.

No es que ahora todos tengamos que ser artistas y esforzarnos por producir una obra magistral en tres meses de encierro. A una gente se le da y a otra no. Pasa con todo, con la cocina, el baile, la pintura, el ejercicio, el sexo, los deportes…. Somos distintos y entenderlo sería un buen punto de partida porque ni siquiera sabemos en qué somos buenos. Por eso es que uno ve en redes sociales tanta pendejada parecida, actuamos como si todos lleváramos la misma vida o estuviéramos marcados por el mismo pasado. No tenemos los huevos de demostrar lo que realmente somos y nos refugiamos en la imitación. Miren nada más TikTok, personas usando la infinidad de su cuerpo y de su mente solo para repetir lo que otras ya hicieron. ¿Es todo lo que podemos ofrecer?

En mis contactos hay quienes no se animan a ser ni siquiera porque estemos en el fin del mundo. En Instagram hay gente que canta pero no canta, que escribe pero no escribe, que cocina pero le da miedo cocinar. Así estamos, negándonos incluso cuando tenemos la muerte pisándonos los pies. La gracia de sobrevivir a un fin del mundo es superarnos como especie y no continuar con los mismos miedos y estupideces que nos tienen llenos de ansiedad. Un día vamos a morir y con mayor razón tenemos que intentarlo. Cada uno sabe cuales sueños tiene pendientes.


Jorge Jiménez