domingo, 29 de marzo de 2020

Sueños pendientes

Lo más duro de la cuarentena es darnos cuenta de los vacíos que llevamos y de lo poco que hemos hecho durante nuestro paso por el universo.  Aunque cada uno maneja sus propios conceptos de felicidad y de éxito, sería muy triste morir de coronavirus y saber que lo único que se hizo fue estudiar y trabajar. Por eso me sorprende la gente que solo piensa en salir de esta para reventarse en la rumba o en la empresa produciendo, muchos no quieren sobrevivir para cumplir sus sueños sino para continuar con la vida de consumo y conformismo que llevábamos antes de este mierdero.  Vivir es más que tomar trago y bailar y tampoco se trata de hacer plata. Si a estas alturas no hemos entendido eso entonces este encierro ha sido un fracaso.

Tengo 34 años y por mi parte, si muero mañana, me iría cargado de rabia conmigo mismo por perder tanto tiempo en cosas que jamás aportaron al desarrollo espiritual y personal que busco angustiado hace algunos meses. Hablo de las redes sociales, de las relaciones tóxicas, de las misas en las que un cura nos llenó de culpa más que de amor, de las clases de química en el colegio,  de esas amistades a las que uno entrega todo pero al final no recibe ni una llamada y menos un abrazo. También perdimos el tiempo frente al televisor, leyendo memes, viendo videos de caídas graciosas en YouTube, masturbándonos con una mano en los genitales y otra en el celular, criticando a los demás, hablando con nuestras ex parejas, fantaseando con volver a ser niños, escuchando a Maluma o simplemente durmiendo.  Ese ha sido el error, consumimos más de lo que creamos porque nuestro paso por este mundo se ha limitado solo a devastarlo.

No es que ahora todos tengamos que ser artistas y esforzarnos por producir una obra magistral en tres meses de encierro. A una gente se le da y a otra no. Pasa con todo, con la cocina, el baile, la pintura, el ejercicio, el sexo, los deportes…. Somos distintos y entenderlo sería un buen punto de partida porque ni siquiera sabemos en qué somos buenos. Por eso es que uno ve en redes sociales tanta pendejada parecida, actuamos como si todos lleváramos la misma vida o estuviéramos marcados por el mismo pasado. No tenemos los huevos de demostrar lo que realmente somos y nos refugiamos en la imitación. Miren nada más TikTok, personas usando la infinidad de su cuerpo y de su mente solo para repetir lo que otras ya hicieron. ¿Es todo lo que podemos ofrecer?

En mis contactos hay quienes no se animan a ser ni siquiera porque estemos en el fin del mundo. En Instagram hay gente que canta pero no canta, que escribe pero no escribe, que cocina pero le da miedo cocinar. Así estamos, negándonos incluso cuando tenemos la muerte pisándonos los pies. La gracia de sobrevivir a un fin del mundo es superarnos como especie y no continuar con los mismos miedos y estupideces que nos tienen llenos de ansiedad. Un día vamos a morir y con mayor razón tenemos que intentarlo. Cada uno sabe cuales sueños tiene pendientes.


Jorge Jiménez

domingo, 22 de marzo de 2020

Final feliz

Me gustaría conocerte ahora, mientras todo va perversamente mal. Quiero sentir que dentro del fin del mundo pasa algo bueno, como cuando de niños alguien nos rompe el corazón pero después nos invitaba un helado un domingo por la tarde. Así funciona el universo, te deja ser feliz por un rato y después te pone la tragedia al lado.  Se parece al amor.

Quiero, por ejemplo, visitarte en la puerta de tu casa y compartir los audífonos para que me muestres las canciones que te gustan mientras el mundo arde por el coronavirus.  Yo te haría escuchar Coxcomb Red de Jason Molina, mi canción favorita. La escucho únicamente cuando siento que no puedo más, que son unas cuarenta o cincuenta veces al año -solo por dar una cifra-.

Si todo esto pasa, quisiera hacer un show de comedia en el que te sientes en primera fila para ver cómo te ríes de mis estupideces y demostrarte lo ridículo e inestable que soy.  Por más narcisistas que la montemos en redes sociales la realidad es que no somos más que un conjunto de traumas y miedos de la niñez. Nos dijeron cómo buscar un empleo y correr detrás del billete pero nadie nos habló de la forma de expresar los sentimientos, de cómo perdonar a quienes nos jodieron la vida o de mantener la cabeza serena durante una pandemia. Quiero escribir un chiste sobre esto, de ese tipo de gente que en redes sociales siempre se mostró exitosa y daba consejos de superación personal pero que hoy está cagada debajo de una mesa, como yo.

En estos días he dormido poco. Gasto horas enteras pegado al celular hablando con amigos y familiares y trato de darle esperanzas a todos, pero en las noches me golpea el pánico y quisiera llorar. Nos educaron para enfocarnos solo en lo negativo, así que me llena de tristeza la idea de que justo cuando te voy a conocer se acaba el mundo.  Parece una tragicomedia de esas que tanto ves en Netflix antes de masturbarte para no pensar más y caer foqueada, como debemos hacer muchos por esta época.

Estoy agotado de las malas noticias. Ya comencé a salirme de varios grupos de WhatsApp en los que solo compartían videos, audios y fotos de lo catastrófica que es la situación en otros países en los que el virus va ganando por goleada.  Lo hago por mi salud mental, porque para fritarme puedo solo, tengo unos veinte años de experiencia en eso y varias embarradas encima que ya no se pueden arreglar, menos ahora sin poder salir.

A lo único que le apuesto ahora es a la meditación, así desbloqueo la mente para imaginar otro futuro, uno en el que no hay pandemia y volvemos todos a las calles bailando Sinnerman de Nina Simón. Será una especie de primavera y soltaremos los teléfonos para abrazarnos. Eso quiero, un final feliz en el que nos sentemos juntos a escuchar las canciones que te gustan, pero que alrededor todos estén bien.

En realidad quiero eso: conocerte en primavera. 



Jorge Jiménez.

viernes, 13 de marzo de 2020

Sueños Húmedos

Los sueños deberían alimentarnos la ambición y no el facilismo. Escribir un libro, sembrar un árbol y tener un hijo son cosas ridículas frente a viajar, tener dinero y follar sin embarazar a nadie. ¿Cuándo una estrella de Rock se ha cansado de las giras, los millones de dólares y las groupies desnudas en el camerino? Hace falta que entendamos que los sueños deben ser fantasías de valor y no cosas que cualquiera puede lograr a los 18 años.

Las cosas difíciles son las que tienen importancia, como firmar la paz, ganar el Mundial de Fútbol o encontrar un trabajo en el que paguen por lo menos cuatro salarios mínimos después de la millonada que usted le donó a la universidad. No nos enseñaron a soñar y eso duele, porque el colombiano piensa que la vida es enamorarse y pasar fin de año en Cartagena, una ciudad llena de pobres y miseria pero que la presentan como la Ibiza latinoamericana. ¿Cuántas universitarios sueñan con un premio Nobel o encontrar la cura contra el cáncer en Colombia? Nos hace falta mucho como sociedad y la culpa no es el vallenato como muchos pensamos, ahí está el ejemplo de Turcios, que se ha ganado los premios más importantes del mundo y dibuja mientras escucha las 4 gigas de Diomedes Diaz que carga en su memoria USB.

En cambio yo sueño contigo desnuda, con tus 51 años y con tus senos. Sentada con las piernas abiertas y comiendo helado frente al televisor como cuando eras una adolescente. Te imagino tapándome los oídos con tus muslos, pegando mi boca a tu coño para chuparlo como un combinado de vainilla y chocolate. Quiero que me enseñes la media vida que me falta en la cama para que jamás olvide tus piernas estrangulando mi cuello, que me trates como a un pardillo asustado y cocines para ambos torta de zanahoria.

Todos sueñan con una mujer menor que los llene de la vida que ya perdieron, pero yo te sueño a ti, mayor, con tus nalgas venidas abajo. Quiero verte descalza preparando café un domingo o acostada anotando los números telefónicos del programa de televentas que ignorabas cuando la ropa interior quedaba suelta. Que nos sentemos a comparar tus fotos de hace 20 años, de días en que soñabas con promesas que no cumpliste. Pero no te preocupes, igual la edad ha hecho cosas buenas en tu cuerpo, aparte de no engordarlo, llenó tus ojos negros de experiencia, como queriendo que se note en ellos las veces que has estado en la cama pidiendo más.

Nos falta soñar con cosas que nos llenen de pasión y nos cuesten trabajo, sueños que realmente no podamos lograr con el puro deseo o la voluntad. Debemos pensar en grande, en golear a Brasil en la final del campeonato mundial, en tener un país sin asesinatos y firmar un contrato millonario. Por ahora sigo masturbándome con tus fotos, soñando cómo me besarías si llegara a tu casa con un pote de helado y un kilo de café para nuestros desayunos.


Jorge Jiménez

El bar

Bucaramanga necesita un bar, pero uno de verdad. No un bar - restaurante, que son los abundan en la ciudad, sino una taberna para borrachos, en la que uno encuentre más trago barato que comida gourmet. Lo digo porque esto se está volviendo el palacio de la hamburguesa y necesitamos otros espacios, no todos tenemos las mismas adicciones ni consumimos lo mismo para escapar de la realidad. Así como unos son felices comiendo otros preferimos el trago, la cosa es que acá es caro y no sabe a bueno.

Aquí desde hace unos años han inaugurado decenas de restaurantes y cada tres meses hay uno nuevo. El emprendimiento en ese sector lleva rato creciendo y eso es bueno, pero pocos de esos lugares son especialistas en vender cerveza barata con música distinta, lejos de la onda tropical que tiene consumida a Colombia y que nos hace más daño que el uribismo. Por dar un solo ejemplo, alrededor de mi casa, en El Prado, hay unos 15 chuzos de comida entre restaurantes, pizzerías y fuentes de soda, pero ni un solo bar. Hay bebederos, claro, con televisores plasma y luces de neón, pero eso es otra cosa. No hay un bar decente para ir después del trabajo a tomar con los compañeros, los amigos o solos.

Bucaramanga puede tener restaurantes lindos, en los que venden todo tipo de cerveza, nacional e importada, pero son muy caros y todos tienen los mismos televisores en la pared y meseros sobreactuados con su amabilidad. Además estos lugares huelen a flores, como si fuesen locales del Centro Comercial Cacique, cuando en un bar de verdad debe reinar el olor del alcohol, la madera, el cigarrillo y los orines, todo en una sola aspirada de aire. Una taberna, ya lo dije. Un lado al que la gente vaya a beber y emborracharse más que a lucirse y tomar fotos de los platos para subirlas a redes sociales. Un bar con borrachos, punto. En el que se escuche más hablar a la gente que la música porque lo importante no es enfiestarse y bailar sino hablar paja, echar cuentos, contar historias, sanar amores, que es lo que uno hace con los amigos cuando toma.

Siendo románticos sería bueno un bar como el que describe Billy Joel en Piano Man, pero que en el fondo sonara Money de Pink Floyd y la gente fuese allí sola, por la única motivación de tomarse un trago y se sentara en la barra a hablar entre los dientes, como hacen en las películas. Eso sería mejor que otro restaurante de hamburguesas en Bucaramanga. Hay gente solitaria, que quiere emborracharse sin gastar mucho y hablar del amor de su vida con extraños. Allí encontraría uno más refugio que en cualquier encuentro de Emaús. Lo juro por Dios.

Jorge Jiménez 

Los Influencers

Hace un par de años quería ser influencer. De la nada me sedujo la idea de ganar plata sin tener que pasar ocho horas al día sentado en una oficina y comencé a envidiar con el alma a algunas de mis amigas a quienes por subir fotos semidesnudas con un mensaje motivacional les llegaban propuestas de modelaje, zapatos, ropa, hamburguesas y hasta tiquetes de avión para visitar los mejores hoteles de Cartagena. No hacían nada más con sus vidas para ese entonces, solo recibían dinero mientras pasaban el día en la casa en ropa interior, comiendo cereales y viendo series en Netflix, que en parte es lo que siempre he querido: facturar sin tener que levantarme de la cama.

Pero antes de lanzarme al ruedo en Instagram la idea se vino abajo porque a la mayoría le dio por hacer lo mismo. Muchos millennials que pasaron de los dos mil seguidores comenzaron a autodenominarse digital influencers, contactaron a las pequeñas y medianas empresas para obtener productos gratis y cobraron por un par de publicaciones en sus historias. Fue rápido y sin dolor, pescaron en río revuelto y se aprovecharon de la necesidad de muchos emprendedores que soñaban con posicionar su marca. Así funcionan muchas cosas en Bucaramanga y en Colombia, la moda, la efervescencia y la oportunidad de negocio nos lleva a hacer lo que sea con tal de ganar unos pesos.

El caso está en que no pude hacerlo  y de alguna forma siento un poco de alivio. No digo que sea una mejor persona, pero muchos de esos influenciadores confundieron el negocio de ser especialistas en un tema, embajadores de una marca y consejeros espirituales de los consumidores, con el papel de pseudoestrellas a las cuales hay que darles todo gratis. Todavía hay quienes quieren entrar a los eventos sin pagar un peso, que les regalen ropa, comida y productos solo porque tienen miles de seguidores –muchos de ellos falsos o de otras partes del mundo-, y así no es. La idea de un influenciador es que se comprometa con la marca, que tenga opiniones de valor y que de cierta forma contagie a los demás con opiniones reales y no solo con boomerangs o adjetivos diciendo que los lugares que frecuentan son los mejores del mundo.

Ahora que el boom de las redes sociales comienza a caer y el alcance orgánico de las publicaciones es cada vez peor, algunos se han mosqueado y comenzaron a manejar contenido de calidad, que es lo principal. Pero en Bucaramanga todavía falta mucho, acá aún predominan las fotos posudas con mensajes de Paulo Coelho, las veinteañeras que creen que solo se trata de bailar como Greeicy Rendón y las copias bizarras de Dan Bilzerian.

Nos falta mucho como ciudad y también como influencers, primero hay que hacer las cosas bien y luego sí esperar algo a cambio por ellas, porque se trata de un trueque no de un beneficio individual. Dejemos de pedir cosas regaladas porque en la vida todo cuesta. No seamos limosneros, menos si vamos a tomarnos fotos posando de gente estrato ocho.

Jorge Jiménez

La crisis de los treinta

Nunca creí que existieran las crisis de la edad, por eso me burlaba de quienes meditaban, hacían yoga y leían libros de superación personal. Para mí solo era gente derrotada por los compromisos y el aburrimiento de la vida adulta, que es apenas natural: nos agota la rutina y las responsabilidades porque en el fondo queremos seguir siendo niños. Pero un día desperté con 32 años y sentí que nada tenía sentido, sobre todo esa idea de felicidad que nos venden desde pequeños y que luego nos genera más vacíos, ansiedad y depresión.

De un momento a otro me llenó de estrés la idea de madrugar para ir a la oficina y pasar ocho horas al día sentado frente a un computador -porque así te decoren el cubículo con bombas y confeti el día del cumpleaños, no hay nada más enfermo que envejecer frente a una pantalla-. Y aunque el sueldo era bueno considerando lo que ganamos los de clase media en Colombia, dejó de parecerme atractivo. Solo quería quedarme en casa, sin bañarme ni ver gente. Comencé a fantasear con la idea de pasar todo el día en pijama, tomando café y masturbándome a punta de sexting con desconocidas por Instagram.

No digo que sea malo mantener un empleo, lo que sucedió es que yo no entendía para qué lo hacía. Me faltaba un propósito que justificara aguantar a tanta gente en el trabajo, porque por más maravillosa que sea una empresa lo que siempre termina jodiéndonos la vida son las personas, pero eso es otro tema. El punto está en que no solo me aburrí de ser empleado, sino también de mi profesión, de Bucaramanga y mi pareja, con quien cometí el error de creer que pasar todo el tiempo juntos suma como amor y eso jode cualquier relación. Amar va mucho más allá del sexo y la compañía, pero aún no logramos entenderlo.

Volviendo al punto, un día caí en cuenta de que estaba atrapado en una mentira y que mantenía una farsa a costa de un sueldo. Cuando me miraba al espejo la cara de angustia y desespero lucía peor que la de Tom Hanks en The Therminal. Y es que eso hace la vida con nosotros: nos deja estancados en algún lugar, un trabajo o una relación sin que podamos hacer mucho, solo quejarnos y esperar  que un milagro ocurra.

Por esto y más renuncié a mi trabajo y aunque no me refugié en el yoga ni los libros de Paulo Coelho, ahora respeto mucho más a la gente que lo hace, porque en los momentos en los que nos convertimos en náufragos vale agarrarse de cualquier cosa. Por mi lado lo hice del Stand Up Comedy y ahí he encontrado algo de paz. Aún no hago mi primer show pero ya tengo algunas millas en el escenario y unas líneas que funcionan, no es mucho pero me siento tan millonario como Carlos Slim.

Por ahora solo sé que mi concepto de felicidad cambió, ya no consiste en tener un buen trabajo y una pareja estable, con pasar dos o tres días en pijama me basta. Y masturbarme, claro.

Jorge Jiménez