Bucaramanga es un pueblo pequeño sin rascacielos ni autopistas, lo he dicho antes. Es un pueblo sencillo que por más bonito que sea a veces pasa por aburrido. Sin embargo uno de vez en cuando se anima a salir y vivir cosas distintas con la persona que esté de turno, lástima que todo sucede en los mismos lugares de siempre y a veces se percibe como una etapa de la adolescencia que jamás termina. Un alargue de algo innecesario que incomoda. En fin.
El punto es que hace unos días estuve en el Municipal, que es como el primer bar de verdad –aparte de Bonobo-, que existe acá. Hay música en vivo y el precio de la cerveza es decente, tiene una mesa de billar y un par de juegos de rana que le dan un toque popular para que uno se sienta loquillo y alternativo. Pues bien, allí estaba yo. Ebrio, mareado y jugando rana hasta que decidí sentarme en una banca. Caí aburrido, con los ojos cansados y ganas de dormir y en ese preciso momento volteé a mi izquierda para verla. Estaba sola y callada, a menos de cinco centímetros de rozar mi brazo. Estaba sola y callada, con ese toquecito angelical que tienen las veinteañeras estrato 8 que deciden ser chirris para no parecerse a sus papás. Era hermosa, una hippie bella, de las que huelen a Light blue y eso me excita.
Blusa verde, jean y tenis. Rubia y trigueña. Con una nariz normal y sin diseño de sonrisa. Tenía un pie arriba de la silla y el pelo despeinado. Era una millennial sin maquillaje ni blower, como las que acostumbro a acosar por Instagram -con la diferencia de que estaba allí, en vivo para mí y podía hacer algo más que darle likes como un enfermo-. Entonces comenzamos a hablar. No recuerdo usar una frase para abrir ni impresionarla, sencillamente pasó. Comenzamos a hablar como si nos conociéramos desde tercero de primaria y fue bello. Uno a veces conecta con algunas personas sin necesidad de forzarlo. Son accidentes de los buenos, que aunque no suceden con tanta frecuencia como los malos, también nos marcan.
Fueron alrededor de 20 minutos los que duramos allí sentados, esculcándonos la vida con preguntas directas y crudas, parecíamos una pareja de Hang the DJ -el capítulo de Black Mirror en el que las personas que hacen match con alguien saben cuánto tiempo les queda por compartir y tratan de aprovecharlo o desperdiciarlo al máximo-. Supe que vive en Medellín y estaba en Bucaramanga solo por sus vacaciones. Esa noche salió porque se sentía triste. Estaba triste por alguien, un tipo al que le gusta el rock pesado y usa el pelo largo. Dijo que la relación se había convertido en algo tóxico y ya estaban en esos alargues innecesarios que solo sirven para hundirse más. Nada del otro mundo, como Bucaramanga. Pero aun así fue bonito, uno habla con muchos extraños por las redes sociales pero con pocos en vivo y en directo, y es bueno: menos íntimo pero más personal.
El caso es que jamás le pregunté su nombre ni sus redes sociales. Solo nos tomamos una cerveza y después cada cual agarró por su lado. Nos despedimos así, confiados de que nos cruzaríamos después -como si la vida nos sonriera cada fin de semana-. Por eso siento que escribo esto en forma de búsqueda, porque en el fondo quiero saber de ella. Quiero encontrármela de nuevo, agregarla a Instagram, pedirle el WhatsApp y arruinarlo todo. Con ella lo haría.
lunes, 30 de julio de 2018
jueves, 5 de julio de 2018
Amarnos
Hay demasiadas personas publicando fotos en Instagram con frases motivadoras sobre la felicidad y el éxito pero cuando uno se las encuentra frente a frente solo escucha quejas sobre lo perdidas que se sienten, su terrible frustración laboral y los fracasos acumulados en las relaciones. Parece que nos acostumbramos a llevar una doble vida y llenamos esos vacíos con post y likes, en lugar de reconocer que nos falta amor propio y que a veces hacemos más por los demás que por salvarnos nosotros mismos.
No se trata de señalar a las redes sociales ni a la adicción que tenemos a ellas, es más un asunto personal: no sabemos querernos. Lo digo porque siempre estamos culpando al resto, señalando el error en lo que está afuera. El sistema, los políticos, los profesores de la universidad, nuestros papás, la pareja… Pocas veces dejamos el miedo a vernos por dentro y reconocer toda la mierda que llevamos en la cabeza y en el corazón desde que comenzamos a crecer, la vida nos llenó dulcemente de taras y por eso el día menos pensado rompemos en llanto. Si nos quisiéramos un poco más dejaríamos de llenar el ego con los errores de los demás y abrazaríamos nuestros complejos. Lo haríamos con cariño.
Pero hay gente que no lo ve y por eso vive en una constante pelea con el universo, culpándolo de no alinearse con sus sueños y propósitos, tratando de ganar siempre y así no funciona. Tengo amigas que se desgastan años en relaciones sentimentales que se joden desde el inicio porque las basan en una guerra de poder por quién da más. Las veo ahí, tratando de demostrar que están preparadas para vencer y aplastar a sus parejas, como si el amor se tratara de ver al otro doblegado y no de dar tranquilidad y felicidad a quien nos desnuda su mente y su cuerpo. Amar a veces es una entrega de nuestros vacíos y debilidades como seres humanos y por eso necesitamos quien nos complemente, no alguien que nos juzgue y destruya.
Decía que nos iría mejor si nos queremos a nosotros mismos primero y aceptamos ese lado oscuro que cargamos en silencio, negándolo día tras día. Deberíamos soltar ese afán por ser mejores que los demás. Vivimos enfocados en vencer, en ser queridos y aceptados y por eso nos deprimimos si no alcanzamos los 300 likes en una foto en Instagram. Tenemos que dejar de engañarnos, de creer que somos la mejor versión de nosotros mismos y comenzar a trabajar en nuestras carencias. No sé, tenemos que parar esto, por buscar el amor de los demás es que el día menos pensado nos miramos al espejo y ya no queda nada de aquellos niños que fuimos.
Jorge Jiménez
No se trata de señalar a las redes sociales ni a la adicción que tenemos a ellas, es más un asunto personal: no sabemos querernos. Lo digo porque siempre estamos culpando al resto, señalando el error en lo que está afuera. El sistema, los políticos, los profesores de la universidad, nuestros papás, la pareja… Pocas veces dejamos el miedo a vernos por dentro y reconocer toda la mierda que llevamos en la cabeza y en el corazón desde que comenzamos a crecer, la vida nos llenó dulcemente de taras y por eso el día menos pensado rompemos en llanto. Si nos quisiéramos un poco más dejaríamos de llenar el ego con los errores de los demás y abrazaríamos nuestros complejos. Lo haríamos con cariño.
Pero hay gente que no lo ve y por eso vive en una constante pelea con el universo, culpándolo de no alinearse con sus sueños y propósitos, tratando de ganar siempre y así no funciona. Tengo amigas que se desgastan años en relaciones sentimentales que se joden desde el inicio porque las basan en una guerra de poder por quién da más. Las veo ahí, tratando de demostrar que están preparadas para vencer y aplastar a sus parejas, como si el amor se tratara de ver al otro doblegado y no de dar tranquilidad y felicidad a quien nos desnuda su mente y su cuerpo. Amar a veces es una entrega de nuestros vacíos y debilidades como seres humanos y por eso necesitamos quien nos complemente, no alguien que nos juzgue y destruya.
Decía que nos iría mejor si nos queremos a nosotros mismos primero y aceptamos ese lado oscuro que cargamos en silencio, negándolo día tras día. Deberíamos soltar ese afán por ser mejores que los demás. Vivimos enfocados en vencer, en ser queridos y aceptados y por eso nos deprimimos si no alcanzamos los 300 likes en una foto en Instagram. Tenemos que dejar de engañarnos, de creer que somos la mejor versión de nosotros mismos y comenzar a trabajar en nuestras carencias. No sé, tenemos que parar esto, por buscar el amor de los demás es que el día menos pensado nos miramos al espejo y ya no queda nada de aquellos niños que fuimos.
Jorge Jiménez
Gente Importante
Bucaramanga jamás se había puesto tan pesada y cara como en los últimos meses y eso aburre a cualquiera. Lo de pesada no solo lo digo por el clima, la inseguridad y el tráfico sino también por la gente que cree que por ser emprendedora y construir sus sueños puede montar un negocio con un logo bonito y cobrar $30.000 por una hamburguesa. Por cosas así es que nos parece normal que los fines de semana Avianca pida medio sueldo mínimo por un trayecto hasta Bogotá, nos metimos en la cabeza que entre más duro nos cobren más importantes y felices seremos al pagar.
Pero acá nadie se alarma porque gastar está de moda. Gastar y mostrarlo en Instagram, obvio. Viajes, ropa, comida… Da lo mismo, la idea es demostrar que somos capaces y que el bolsillo nos da. Por eso cuando no podemos darnos la gran vida fingimos para que los demás piensen que sí y de ahí que tomar micheladas y bañarse en la piscina del conjunto dejara de ser algo normal y ahora lo sobredimensionemos como si estuviéramos bebiendo martinis en las playas de Huk Beach. Lo hacemos porque no podemos quedarnos atrás y hay estar en sintonía con el universo. El otro día una amiga le decía a su compañera de universidad que si analizaba bien las cosas su ex novio jamás la había querido porque mientras estuvieron juntos nunca la llevó a comer a Mystiko o Zekkei. Así estamos ahora: midiendo el amor con los chuzos de moda.
Eso es lo que al final siempre comienza a fastidiar: la gente. Más que el clima, el tráfico o lo caro que están los bares y restaurantes, nosotros somos el verdadero problema. Nosotros por creer que somos chill y vivimos en una ciudad gomela y nadie nos da la talla. Si lo aterrizamos, hablamos de un pueblo sin rascacielos, trenes ni teatros. Solo tenemos un canal regional y un par de bares pero no más. Pare de contar. Acá no hay que creerse famoso y mucho menos una personalidad pública. Todos sabemos que en Bucaramanga uno se encuentra con la ex novia del colegio y con el profesor de la universidad en la misma sala de cine, porque aunque no lo reconozcamos, tenemos más de Bogotá y Cali que de Barcelona o Melbourne.
El otro día estuve en un evento de empresarios. Era un encuentro importante, con una mesa principal, una niña con blower y tacones para el protocolo y también había una entrega de reconocimientos. Nada del otro mundo, no era la cumbre del G8 pero mucha gente actuaba como si estuviese en la cúspide de Wall Street y no en una ciudad terciaria de un país tercer mundista. Mi trabajo ese día era tomar fotos y fui de jean, tenis y camiseta. Ahora me visto así porque no me tomo esto en serio y hace rato dejé de creer que el universo funciona gracias al cargo que ocupamos y que somos indispensables para las empresas en las que trabajamos. No digo que sea mejor persona por ver así las cosas, pero tenemos que bajarle a todo esto de aparentar y tomarnos lo del estatus tan a pecho: La vida es muy bella como para desgastarnos tratando de ser gente importante. Menos en Bucaramanga.
Jorge Jimenez
Pero acá nadie se alarma porque gastar está de moda. Gastar y mostrarlo en Instagram, obvio. Viajes, ropa, comida… Da lo mismo, la idea es demostrar que somos capaces y que el bolsillo nos da. Por eso cuando no podemos darnos la gran vida fingimos para que los demás piensen que sí y de ahí que tomar micheladas y bañarse en la piscina del conjunto dejara de ser algo normal y ahora lo sobredimensionemos como si estuviéramos bebiendo martinis en las playas de Huk Beach. Lo hacemos porque no podemos quedarnos atrás y hay estar en sintonía con el universo. El otro día una amiga le decía a su compañera de universidad que si analizaba bien las cosas su ex novio jamás la había querido porque mientras estuvieron juntos nunca la llevó a comer a Mystiko o Zekkei. Así estamos ahora: midiendo el amor con los chuzos de moda.
Eso es lo que al final siempre comienza a fastidiar: la gente. Más que el clima, el tráfico o lo caro que están los bares y restaurantes, nosotros somos el verdadero problema. Nosotros por creer que somos chill y vivimos en una ciudad gomela y nadie nos da la talla. Si lo aterrizamos, hablamos de un pueblo sin rascacielos, trenes ni teatros. Solo tenemos un canal regional y un par de bares pero no más. Pare de contar. Acá no hay que creerse famoso y mucho menos una personalidad pública. Todos sabemos que en Bucaramanga uno se encuentra con la ex novia del colegio y con el profesor de la universidad en la misma sala de cine, porque aunque no lo reconozcamos, tenemos más de Bogotá y Cali que de Barcelona o Melbourne.
El otro día estuve en un evento de empresarios. Era un encuentro importante, con una mesa principal, una niña con blower y tacones para el protocolo y también había una entrega de reconocimientos. Nada del otro mundo, no era la cumbre del G8 pero mucha gente actuaba como si estuviese en la cúspide de Wall Street y no en una ciudad terciaria de un país tercer mundista. Mi trabajo ese día era tomar fotos y fui de jean, tenis y camiseta. Ahora me visto así porque no me tomo esto en serio y hace rato dejé de creer que el universo funciona gracias al cargo que ocupamos y que somos indispensables para las empresas en las que trabajamos. No digo que sea mejor persona por ver así las cosas, pero tenemos que bajarle a todo esto de aparentar y tomarnos lo del estatus tan a pecho: La vida es muy bella como para desgastarnos tratando de ser gente importante. Menos en Bucaramanga.
Jorge Jimenez
Quiero conocerte
Vives en Bucaramanga y me gustas pero tienes 20 mil seguidores en Instagram y me siento poca cosa. Comparo nuestras vidas y odio la clase media a la que pertenezco porque hace que te vea más inalcanzable. Cuando vas de vacaciones a Europa y subes fotos en la playa me dan ganas de dejar el escritorio de la oficina y llorar a escondidas en el baño, aguantando la respiración y tragándome los mocos como un niño que chilla porque perdió a su mascota. Muero por conocerte, lo digo en serio. De un tiempo para acá me visto cada día ilusionado con que nos cruzaremos en algún lugar y necesito impresionarte. Incluso he comenzado a elegir mis camisas adivinando tus gustos, que deben ser caros y jodidos. Se nota que eres exigente, lo sé porque stalkeo a tus exnovios y me comparo con ellos hasta quedar vuelto nada. Me gustas porque te ves sofisticada en bikini y putamente sexy cuando te tomas selfies vestida como una bibliotecaria. Cuando no puedo dormir imagino cómo seríamos de pareja, pensando que los domingos prefieres fumar un porro y tirar toda la tarde conmigo en lugar de subir a la Mesa de los Santos con tu familia y tomarte fotos con tus abuelos -que no alcanzan a imaginar cómo te daría de duro cada vez que entraras a mi apartamento-.
Quiero saber a qué hueles cuando te despiertas un sábado después de emborracharte y bailar drogada en Vintrash. Quiero cocinarte y preparar el café mientras me cuentas el miedo que le tienes a la vida y las veces que has pensado en quitártela. Quiero que volemos juntos en parapente y tener Bucaramanga a nuestros pies. Por ti dejaría de ser yo: haría Yoga, me vestiría como los tuyos y pasaría una tarde en el Club Campestre fingiendo que soy una gran persona, le diría a tu mamá que ya hice Emaús y le prometería a tu papá que voy a votar por el que diga Uribe. Traicionaría lo que soy solo porque te tomes un tequila conmigo mientras escuchamos Being in love de Songs: Ohia y besarte. Tal vez solo quiero eso, que me repares y enfriar un poco la cabeza.
Jorge Jiménez
Quiero saber a qué hueles cuando te despiertas un sábado después de emborracharte y bailar drogada en Vintrash. Quiero cocinarte y preparar el café mientras me cuentas el miedo que le tienes a la vida y las veces que has pensado en quitártela. Quiero que volemos juntos en parapente y tener Bucaramanga a nuestros pies. Por ti dejaría de ser yo: haría Yoga, me vestiría como los tuyos y pasaría una tarde en el Club Campestre fingiendo que soy una gran persona, le diría a tu mamá que ya hice Emaús y le prometería a tu papá que voy a votar por el que diga Uribe. Traicionaría lo que soy solo porque te tomes un tequila conmigo mientras escuchamos Being in love de Songs: Ohia y besarte. Tal vez solo quiero eso, que me repares y enfriar un poco la cabeza.
Jorge Jiménez
Quiero cambiar
Ya pasó un mes desde que inició 2018 y siento que debo ser más serio con los propósitos de este año. Quiero dejar de sentirme mal los sábados por la tarde y de quejarme con cualquier persona que tenga al frente, a veces las cosas van bien pero nos hacemos las víctimas para llamar la atención -es algo que viene de la niñez y cuesta dejarlo porque nos gusta ser el centro de todo-.
Quiero dejar de masturbarme con tus fotos de Instagram y aceptar que ya no eres mía. También voy a adelgazar, llevo tres años intentándolo pero me gana la pereza, por eso es que siempre he tenido ideas millonarias pero no hago nada con ellas, solo me tiro en el sofá a ver Netflix y cuando me entero de que alguien más las sacó adelante entro en depresión, entonces me veo al espejo como un adolescente que va a su fiesta de grado pero no sabe bailar.
Voy a renunciar a todo lo que me llene de bronca. Dejaré de pagar ocho mil pesos por una cerveza en los restaurantes de moda porque puedo encontrarla cuatro veces más barata en la tienda de la esquina. Lo mismo con las hamburguesas, que ahora en Bucaramanga las cobran como si en lugar de cebolla las rellenaran de caviar. Quiero ahorrar, aprender a cantar y saber algo de finanzas, y usar protector solar porque siempre pienso que moriré de cáncer en cualquier momento. Quiero llamar a mis papás todos los días para ver cómo están, preguntarles de frente cómo los trata la vida después de joderse tanto por mí.
Seré sincero conmigo para aceptar las taras que cargo desde que aprendí a hablar. Iré con mi sicólogo para confesarle mi adicción a las redes sociales, lo haré porque dejar de mentirnos es un gran paso para no andar por ahí llenándonos los vacíos con cerveza. Lo digo porque uno debería llevar una vida tranquila, sin esa necesidad de buscar la felicidad a costa de todo. Conozco gente que paga diplomados, retiros espirituales, cursos de yoga y cruceros por el Caribe en busca de su paz interior, cuando para uno estar tranquilo lo mejor es no joderle la vida a la pareja ni hacerle daño a nadie. No sé qué sucede, pero la gente cree que la única forma de sentirse viva es ver un atardecer en Palomino así el resto del año la pase mal cumpliendo horarios en una oficina y peleando con su familia.
Tenemos que dejar el ego y aceptar que no siempre es culpa del país, la corrupción o la inestabilidad laboral sino de nosotros mismos, que desde hace rato tenemos la cabeza frita y no hacemos nada por salvarnos. No sé ustedes pero yo quiero cambiar.
Jorge Jiménez.
Quiero dejar de masturbarme con tus fotos de Instagram y aceptar que ya no eres mía. También voy a adelgazar, llevo tres años intentándolo pero me gana la pereza, por eso es que siempre he tenido ideas millonarias pero no hago nada con ellas, solo me tiro en el sofá a ver Netflix y cuando me entero de que alguien más las sacó adelante entro en depresión, entonces me veo al espejo como un adolescente que va a su fiesta de grado pero no sabe bailar.
Voy a renunciar a todo lo que me llene de bronca. Dejaré de pagar ocho mil pesos por una cerveza en los restaurantes de moda porque puedo encontrarla cuatro veces más barata en la tienda de la esquina. Lo mismo con las hamburguesas, que ahora en Bucaramanga las cobran como si en lugar de cebolla las rellenaran de caviar. Quiero ahorrar, aprender a cantar y saber algo de finanzas, y usar protector solar porque siempre pienso que moriré de cáncer en cualquier momento. Quiero llamar a mis papás todos los días para ver cómo están, preguntarles de frente cómo los trata la vida después de joderse tanto por mí.
Seré sincero conmigo para aceptar las taras que cargo desde que aprendí a hablar. Iré con mi sicólogo para confesarle mi adicción a las redes sociales, lo haré porque dejar de mentirnos es un gran paso para no andar por ahí llenándonos los vacíos con cerveza. Lo digo porque uno debería llevar una vida tranquila, sin esa necesidad de buscar la felicidad a costa de todo. Conozco gente que paga diplomados, retiros espirituales, cursos de yoga y cruceros por el Caribe en busca de su paz interior, cuando para uno estar tranquilo lo mejor es no joderle la vida a la pareja ni hacerle daño a nadie. No sé qué sucede, pero la gente cree que la única forma de sentirse viva es ver un atardecer en Palomino así el resto del año la pase mal cumpliendo horarios en una oficina y peleando con su familia.
Tenemos que dejar el ego y aceptar que no siempre es culpa del país, la corrupción o la inestabilidad laboral sino de nosotros mismos, que desde hace rato tenemos la cabeza frita y no hacemos nada por salvarnos. No sé ustedes pero yo quiero cambiar.
Jorge Jiménez.
Sábados por la tarde
Ignoro si todos los adictos a las redes sociales también lo seamos al sexting, pero ambas cosas sirven para matar la soledad, sobre todo cuando nos cansamos de Netflix. Por eso valoro las amistades digitales y trato de conservarlas como parte de la rutina, sin embargo hay días en los que no es suficiente y uno se siente jodido de verdad, es como si tener piernas, un empleo digno y a la familia alrededor no alcanzara.
A mí por ejemplo me pasa los sábados entre las 4:30 de la tarde y las 7:00 de la noche. A esa hora me vengo a bajo, no importa lo que esté haciendo, de la nada me golpea un ataque de ansiedad y siento que estoy tan solitario y desconcertado que solo lo puedo comparar con el primer día de escuela –aunque para muchos significó la felicidad por aquello de conocer gente nueva, en mi caso me aplastó más la idea de que después de desayunar mis papás decidieron abandonarme a la merced de unos desconocidos-. Y aunque esto sucedió hace más de 25 años, los sábados por la tarde me siento el mismo niño indefenso. Incluso puedo soltarme a llorar sin ninguna razón solo por tener la idea de que algo no va bien, soy como esas mujeres quienes tienen un esposo millonario que les da todo, las lleva cada año de vacaciones a Mónaco y solo van de compras a Louis Vuitton, pero al final lo terminan dejando porque a pesar de la plata, los viajes y las propiedades, ellas sienten que algo falta.
Mi sicólogo dice que todo viene de una relación que tuve a escondidas con alguien a quien solo podía ver los fines de semana y que durante los cuatro años que duramos juntos condicioné la felicidad a ese horario. A veces creo que exagera, pero también es cierto que después de que sentimos el verdadero amor quemándonos por dentro el resto de relaciones son solo comparaciones forzadas. Quizá por eso no he vuelto a tener un buen sábado y puede que él tenga razón y se trate tan solo de una tusa de esas que duran media vida.
No sé cuándo se normalice todo, por mi parte he tratado con varias terapias. En un tiempo me refugié en el alcohol y la música, pasé también por el yoga y la meditación y ahora ando dedicado al ejercicio. Me volví de esa gente que publica en Instagram todo lo que hace como si conquistara el Everest cada vez que sale a trotar. A uno la soledad y las tusas lo pueden llevar a sacar lo mejor y peor de sí, el problema es que no sabemos distinguir una cosa de la otra y vamos en piloto automático, convencidos de que tenemos la razón y somos lo mejor. Por lo menos así me siento hasta que llega el sábado.
Jorge Jiménez.
A mí por ejemplo me pasa los sábados entre las 4:30 de la tarde y las 7:00 de la noche. A esa hora me vengo a bajo, no importa lo que esté haciendo, de la nada me golpea un ataque de ansiedad y siento que estoy tan solitario y desconcertado que solo lo puedo comparar con el primer día de escuela –aunque para muchos significó la felicidad por aquello de conocer gente nueva, en mi caso me aplastó más la idea de que después de desayunar mis papás decidieron abandonarme a la merced de unos desconocidos-. Y aunque esto sucedió hace más de 25 años, los sábados por la tarde me siento el mismo niño indefenso. Incluso puedo soltarme a llorar sin ninguna razón solo por tener la idea de que algo no va bien, soy como esas mujeres quienes tienen un esposo millonario que les da todo, las lleva cada año de vacaciones a Mónaco y solo van de compras a Louis Vuitton, pero al final lo terminan dejando porque a pesar de la plata, los viajes y las propiedades, ellas sienten que algo falta.
Mi sicólogo dice que todo viene de una relación que tuve a escondidas con alguien a quien solo podía ver los fines de semana y que durante los cuatro años que duramos juntos condicioné la felicidad a ese horario. A veces creo que exagera, pero también es cierto que después de que sentimos el verdadero amor quemándonos por dentro el resto de relaciones son solo comparaciones forzadas. Quizá por eso no he vuelto a tener un buen sábado y puede que él tenga razón y se trate tan solo de una tusa de esas que duran media vida.
No sé cuándo se normalice todo, por mi parte he tratado con varias terapias. En un tiempo me refugié en el alcohol y la música, pasé también por el yoga y la meditación y ahora ando dedicado al ejercicio. Me volví de esa gente que publica en Instagram todo lo que hace como si conquistara el Everest cada vez que sale a trotar. A uno la soledad y las tusas lo pueden llevar a sacar lo mejor y peor de sí, el problema es que no sabemos distinguir una cosa de la otra y vamos en piloto automático, convencidos de que tenemos la razón y somos lo mejor. Por lo menos así me siento hasta que llega el sábado.
Jorge Jiménez.
Los trancones de Bucaramanga
La verdad es que soy un perezoso y lo que menos busco es complicarme la vida. Por eso vivo en Bucaramanga, que era hasta hace unos años un buen vividero porque todo quedaba cerca, no hacía calor y se podían encontrar hamburguesas a precios decentes -no como ahora que hicieron de la comida chatarra una cuestión de lujo-. El caso es que poco a poco el tráfico de la ciudad ha comenzado a colapsar y eso despierta nuestro lado más oscuro y violento. Tenemos que estar listos para lo que viene.
No sé qué sucede, pero aquí en lugar de parecernos a Medellín nos acercamos cada vez más a Bogotá. Implementaron un sistema de transporte masivo, construyeron intercambiadores, ampliaron las autopistas y levantaron puentes con luces, venta de helados y hasta una llama para la foto turística, pero el trancón sigue igual. El otro día gasté 30 minutos recorriendo cuatro cuadras en el centro de la ciudad y hay días en los que se necesita una hora para ir de Cabecera a Cañaveral, que no son más de 6 kilómetros. No hay que hacer un estudio con Datexco para saber que algo anda mal. Venimos cagándola hace años.
Hay situaciones de Bucaramanga que comienzan a deprimirme. Yo, que sufro de nostalgia excesiva, comparo todo lo que está jodido con lo bueno que era antes. Es una cuestión personal, no lo hago solo con las relaciones sino con los centros comerciales, la música, los bares, las discotecas… Voy por ahí mirando con angustia todo lo que se transforma. Acá me sucede con las casas que están tumbando en los barrios residenciales para montar edificios de 20 pisos. Quizá uno le tiene miedo al cambio, pero esto también ha hecho que el tráfico se joda en calles en las que se podía trotar sin tragar tanto humo.
Estar en un trancón es aburrido. Es harto. Todo lo que indique perder el tiempo afecta la razón. Los bancos, las salas de abordaje o las colas para comprar la comida en el cine nos llevan a enfrentarnos en silencio con nosotros mismos y a nadie le gusta eso. Además, no solo se trata de llegar tarde a casa o a algún otro lugar, es también aguantar al colombiano que cree que pitando y gritando las cosas van a solucionarse. Lo único peor que los problemas de Colombia es cómo reaccionamos los colombianos a ellos. Es triste, pero cuando estamos jodidos nos esmeramos para tocar fondo.
Algunos pueden decir que lo mejor para la espera es escuchar música, leer un libro o reflexionar, pero nada de eso me hace bien metido en la 27 avanzando a cuatro kilómetros por hora: la vida es muy corta como para gastarla en un trancón en un pueblo como Bucaramanga. Sé que hay que dejar el afán, el estrés y disfrutar del momento, pero de pronto el amor de mi vida me espera al otro lado de la autopista y en lo único que pienso es en llegar a verla. Aunque a veces solo quiero cogerme a la demente del carro de atrás que comienza a pitar cada vez que la fila avanza medio metro. A ver si nos calmamos todos.
Jorge Jiménez
No sé qué sucede, pero aquí en lugar de parecernos a Medellín nos acercamos cada vez más a Bogotá. Implementaron un sistema de transporte masivo, construyeron intercambiadores, ampliaron las autopistas y levantaron puentes con luces, venta de helados y hasta una llama para la foto turística, pero el trancón sigue igual. El otro día gasté 30 minutos recorriendo cuatro cuadras en el centro de la ciudad y hay días en los que se necesita una hora para ir de Cabecera a Cañaveral, que no son más de 6 kilómetros. No hay que hacer un estudio con Datexco para saber que algo anda mal. Venimos cagándola hace años.
Hay situaciones de Bucaramanga que comienzan a deprimirme. Yo, que sufro de nostalgia excesiva, comparo todo lo que está jodido con lo bueno que era antes. Es una cuestión personal, no lo hago solo con las relaciones sino con los centros comerciales, la música, los bares, las discotecas… Voy por ahí mirando con angustia todo lo que se transforma. Acá me sucede con las casas que están tumbando en los barrios residenciales para montar edificios de 20 pisos. Quizá uno le tiene miedo al cambio, pero esto también ha hecho que el tráfico se joda en calles en las que se podía trotar sin tragar tanto humo.
Estar en un trancón es aburrido. Es harto. Todo lo que indique perder el tiempo afecta la razón. Los bancos, las salas de abordaje o las colas para comprar la comida en el cine nos llevan a enfrentarnos en silencio con nosotros mismos y a nadie le gusta eso. Además, no solo se trata de llegar tarde a casa o a algún otro lugar, es también aguantar al colombiano que cree que pitando y gritando las cosas van a solucionarse. Lo único peor que los problemas de Colombia es cómo reaccionamos los colombianos a ellos. Es triste, pero cuando estamos jodidos nos esmeramos para tocar fondo.
Algunos pueden decir que lo mejor para la espera es escuchar música, leer un libro o reflexionar, pero nada de eso me hace bien metido en la 27 avanzando a cuatro kilómetros por hora: la vida es muy corta como para gastarla en un trancón en un pueblo como Bucaramanga. Sé que hay que dejar el afán, el estrés y disfrutar del momento, pero de pronto el amor de mi vida me espera al otro lado de la autopista y en lo único que pienso es en llegar a verla. Aunque a veces solo quiero cogerme a la demente del carro de atrás que comienza a pitar cada vez que la fila avanza medio metro. A ver si nos calmamos todos.
Jorge Jiménez
Cerrar ciclos
Todo el mundo habla de cerrar ciclos como si se tratara de cambiar de zapatos cuando terminar con algo o alguien es una de las cosas que más dolor causa y más coraje exige.
No sé si lo hice por rencor o mero impulso pero terminé varias relaciones de la forma más radical e infantil posible. Cuando todo apestaba no fui capaz de reconocer que aunque nos amábamos la fiesta había terminado y solo quedaba recoger los platos sucios e ir casa. En lugar de eso solo eliminé a esas personas de mis redes sociales y las bloqueé de WhatsApp sin decir nada. Así acabé con varios amores, fui un niño al que lastiman a mitad del partido y se va llorando a casa llevándose el balón sin dar explicaciones.
Pero todo tiene su precio. Años después comencé a sentir ansiedad por terminar así las cosas. No podía tomar dos cervezas porque de una me venía abajo. Esos ratos de nostalgia mezclados con culpa son los peores, no solo se trata de cerrar el ciclo sino de hacerlo bien y para eso nunca estamos preparados. Nos metieron en la cabeza que el amor es para siempre, por eso sabemos cómo enamorarnos pero no tenemos idea de cómo despedirnos.
Hoy no tengo ningún contacto con mis relaciones del pasado. Algunos días hay un cruce de palabras por el celular pero no pasa de ser más que un texteo que se da un par de veces al año. Por eso me impresionan esas parejas que primero se aman intensamente, luego se odian con todas las vísceras y después resultan siendo lo mejores amigos. Los admiro.
El otro día mi sicólogo decía que lo único que nos salva de todo esto es soltar. Aprender a soltar, para que todo pese menos, dice él. Entonces ando en eso. Y en lugar de intentar comunicarme con mis exnovias para saber cómo están y lograr que me perdonen, ahora estoy concentrado en mi relación actual. Mi objetivo es no embarrarla y tener un mejor futuro así sea por separado. Eso ya es suficiente porque sé que en unos años me sentiré nostálgico pero no culpable. Algo es algo.
El caso es que no sabemos cerrar ciclos. Nos falta todavía abandonar el ego y ser más agradecidos. Cuando decidimos querer a alguien se nos olvida que las relaciones son para compartir con el otro, no para consumirlo y asfixiarlo.
Vivimos convencidos de que la otra persona nos pertenece y cuando el amor se acaba quedamos traumatizados y nos cuesta aceptar la realidad. Por eso desde el inicio es mejor tener las cosas claras: nada es definitivo. Y aunque siempre se promete amor para la eternidad, lo único importante es soltar.
Es lo que nos queda: amar con toda y soltar sin esperanzas de nada.
Jorge Jimenez.
No sé si lo hice por rencor o mero impulso pero terminé varias relaciones de la forma más radical e infantil posible. Cuando todo apestaba no fui capaz de reconocer que aunque nos amábamos la fiesta había terminado y solo quedaba recoger los platos sucios e ir casa. En lugar de eso solo eliminé a esas personas de mis redes sociales y las bloqueé de WhatsApp sin decir nada. Así acabé con varios amores, fui un niño al que lastiman a mitad del partido y se va llorando a casa llevándose el balón sin dar explicaciones.
Pero todo tiene su precio. Años después comencé a sentir ansiedad por terminar así las cosas. No podía tomar dos cervezas porque de una me venía abajo. Esos ratos de nostalgia mezclados con culpa son los peores, no solo se trata de cerrar el ciclo sino de hacerlo bien y para eso nunca estamos preparados. Nos metieron en la cabeza que el amor es para siempre, por eso sabemos cómo enamorarnos pero no tenemos idea de cómo despedirnos.
Hoy no tengo ningún contacto con mis relaciones del pasado. Algunos días hay un cruce de palabras por el celular pero no pasa de ser más que un texteo que se da un par de veces al año. Por eso me impresionan esas parejas que primero se aman intensamente, luego se odian con todas las vísceras y después resultan siendo lo mejores amigos. Los admiro.
El otro día mi sicólogo decía que lo único que nos salva de todo esto es soltar. Aprender a soltar, para que todo pese menos, dice él. Entonces ando en eso. Y en lugar de intentar comunicarme con mis exnovias para saber cómo están y lograr que me perdonen, ahora estoy concentrado en mi relación actual. Mi objetivo es no embarrarla y tener un mejor futuro así sea por separado. Eso ya es suficiente porque sé que en unos años me sentiré nostálgico pero no culpable. Algo es algo.
El caso es que no sabemos cerrar ciclos. Nos falta todavía abandonar el ego y ser más agradecidos. Cuando decidimos querer a alguien se nos olvida que las relaciones son para compartir con el otro, no para consumirlo y asfixiarlo.
Vivimos convencidos de que la otra persona nos pertenece y cuando el amor se acaba quedamos traumatizados y nos cuesta aceptar la realidad. Por eso desde el inicio es mejor tener las cosas claras: nada es definitivo. Y aunque siempre se promete amor para la eternidad, lo único importante es soltar.
Es lo que nos queda: amar con toda y soltar sin esperanzas de nada.
Jorge Jimenez.
Nuestros fracasos
Hay que aceptarlo: hemos fracasado. No en el sentido definitivo de la existencia pero hay cosas que ya se escaparon y que nunca podremos alcanzar de nuevo. No es necesario estar viejos o sufrir una enfermedad terminal para darnos cuenta de que la vida, el tiempo, el amor -o lo que sea-, nos han derrotado ya un par de veces.
Si uno echa para atrás se ve a sí mismo como un sobreviviente. Hay amigos que murieron, familiares que se fueron del país y no regresaron, relaciones tóxicas que aunque se acabaron dejaron un trauma que impide volver a confiar en algo o en alguien. Por eso es que ahora no tenemos relaciones serias, solo nos divertimos mientras la compatibilidad aguante pero no estamos dispuestos a meternos de cabeza y apostarlo todo en una relación. Después de que uno fracasa en el amor no vuelve a emocionarse con las canciones de Leonard Cohen.
En mi caso, por ejemplo, jamás tuve una relación estable y formal en la adolescencia. Siempre fueron retazos de cosas imposibles. Recuerdo que en el colegio existían parejas que a los 17 compartían espacios familiares y actuaban como si estuviesen en un matrimonio de toda la vida. Jamás supe de qué se trataba porque me enamoré solo de las inalcanzables y no pude quemar esa etapa. Por eso ahora me gustan las mujeres menores y me llena de pánico cosas como tener un bebé y organizar una familia. Todavía me hace falta vivir esa burbuja en donde todo es sexo, aventura y felicidad. Aún no crezco y eso algunas veces duele -así me divierta-.
Pero el amor no es lo único en lo que fracasamos, lo que sucede es que a veces le apostamos más a eso que a las demás cosas.
Fracasar es también no saber cocinar, estudiar la carrera equivocada, dormir en compañía pero levantarse triste, con un vacío de esos imposibles de identificar. Solo llegan, te joden por una o dos horas y cuando estás en el fondo te dejan ahí, aplastado y llorando sin saber nada. Fracasar es no viajar, no tocar un instrumento o llevar años tratando de adelgazar. Es el beso de despedida que jamás dimos porque se acabó antes de que nos diéramos cuenta. Fracasar es no tener una canción favorita que te llene de ganas de hacerle el amor a alguien. Fracasar es una colección de pequeños vacíos por donde se nos sale el alma y por eso hay días en los que no nos provoca comer y quisiéramos mandar todo a la mierda, incluyendo las redes sociales y a la familia.
Por mi lado me hago el fuerte e ignoro todas esas señales de angustia o nostalgia que le dejan a uno las derrotas. Hay días en los que me lleno de valor y comienzo a hacer de mi vida algo especial y entonces despierto más temprano, aprovecho el tiempo y hasta logro bajar de peso.
Pero eso son solo días de días. Hoy por ejemplo quería escribir algo lindo y motivador.
Jorge Jiménez
Si uno echa para atrás se ve a sí mismo como un sobreviviente. Hay amigos que murieron, familiares que se fueron del país y no regresaron, relaciones tóxicas que aunque se acabaron dejaron un trauma que impide volver a confiar en algo o en alguien. Por eso es que ahora no tenemos relaciones serias, solo nos divertimos mientras la compatibilidad aguante pero no estamos dispuestos a meternos de cabeza y apostarlo todo en una relación. Después de que uno fracasa en el amor no vuelve a emocionarse con las canciones de Leonard Cohen.
En mi caso, por ejemplo, jamás tuve una relación estable y formal en la adolescencia. Siempre fueron retazos de cosas imposibles. Recuerdo que en el colegio existían parejas que a los 17 compartían espacios familiares y actuaban como si estuviesen en un matrimonio de toda la vida. Jamás supe de qué se trataba porque me enamoré solo de las inalcanzables y no pude quemar esa etapa. Por eso ahora me gustan las mujeres menores y me llena de pánico cosas como tener un bebé y organizar una familia. Todavía me hace falta vivir esa burbuja en donde todo es sexo, aventura y felicidad. Aún no crezco y eso algunas veces duele -así me divierta-.
Pero el amor no es lo único en lo que fracasamos, lo que sucede es que a veces le apostamos más a eso que a las demás cosas.
Fracasar es también no saber cocinar, estudiar la carrera equivocada, dormir en compañía pero levantarse triste, con un vacío de esos imposibles de identificar. Solo llegan, te joden por una o dos horas y cuando estás en el fondo te dejan ahí, aplastado y llorando sin saber nada. Fracasar es no viajar, no tocar un instrumento o llevar años tratando de adelgazar. Es el beso de despedida que jamás dimos porque se acabó antes de que nos diéramos cuenta. Fracasar es no tener una canción favorita que te llene de ganas de hacerle el amor a alguien. Fracasar es una colección de pequeños vacíos por donde se nos sale el alma y por eso hay días en los que no nos provoca comer y quisiéramos mandar todo a la mierda, incluyendo las redes sociales y a la familia.
Por mi lado me hago el fuerte e ignoro todas esas señales de angustia o nostalgia que le dejan a uno las derrotas. Hay días en los que me lleno de valor y comienzo a hacer de mi vida algo especial y entonces despierto más temprano, aprovecho el tiempo y hasta logro bajar de peso.
Pero eso son solo días de días. Hoy por ejemplo quería escribir algo lindo y motivador.
Jorge Jiménez
Mis fotografías
Me da miedo perder mis fotografías. No hablo de imágenes profesionales sino de las fotos cotidianas, de esas que uno se toma con el celular a cada rato. Simples la mayoría, pero con lo frito que tenemos el cerebro una foto de hace dos días puede ser un tesoro para la memoria.
Por eso me gusta cuando Facebook muestra algunos recuerdos que ya se habían perdido en la cabeza y aunque nos bajoneamos un rato es bueno porque revivimos personas o micromomentos que un día fueron la felicidad absoluta –así hoy solo sean una foto más de los 400 millones que subimos a esta red cada día-.
En mi caso tengo un disco duro con 300 gigas de carpetas que guardan lo mejor de mi vida. Son alrededor de 40 mil archivos que van desde mi traga del colegio, el grado de la universidad y hasta la borrachera del fin de semana pasado. Qué días encontré una foto de mi primer trabajo como periodista, cuando soñaba con ganar el Pulitzer y me removió el corazón. Es lindo ver esas imágenes en las que uno aún conservaba algo de ingenuidad o inocencia frente a lo que vendría después. Entonces noté que en las fotos sonreímos como si los que nos rodean al momento de cerrarse el obturador fuesen a estar con nosotros toda la vida.
No debería estar escribiendo sobre esto. Estoy asustado de lo nostálgico que ando últimamente. No creo que sea culpa de la crisis de los 30, he sido existencialista desde que tengo memoria pero así sobrevivo. A veces trato de ayudarme mirando películas y escuchando canciones que en algún momento me hicieron feliz y funciona en el instante pero después me suelto a llorar como un niño. Y recuerdo todos los traumas infantiles, después los mezclo con los días más felices de mi vida y me vuelvo nada. Recuerdo por ejemplo cuando mis papás nos anunciaron a mi hermano y a mí que se separarían. Esa noche lloré hasta quedarme dormido convencido de que al despertar al día siguiente todo volvería a la normalidad. Pero no funcionó, fue algo así como apagar y prender el televisor esperando que la vida se arreglara.
Hace poco tuve que organizar mis 300 gigas de fotografías y encontré varias imágenes que me derrumbaron, entre esas esta foto con mi uniforme de colegio. Buzo azul oscuro y camisa blanca -salgo de mal genio porque el fotógrafo pidió quitarme las gafas para que el flash de la cámara no rebotara en mis lentes-. El caso es que me solté a llorar y como vivo solo aproveché para llorar duro y sin pena. Lloré como cuando tenía 8 años y cursaba tercero de primaria. No era un ángel de Dios pero comparado con lo que soy ahora podría decir que en 1994 era uno de los tres niños de Fátima.
Cuando tomaron esta foto era ingenuo e ignoraba lo que somos capaces de hacer los humanos. Era feliz básicamente porque no conocía el amor, la muerte ni la nostalgia.
Lo peor de la nostalgia es eso, extrañarse a uno mismo.
Jorge Jiménez
Por eso me gusta cuando Facebook muestra algunos recuerdos que ya se habían perdido en la cabeza y aunque nos bajoneamos un rato es bueno porque revivimos personas o micromomentos que un día fueron la felicidad absoluta –así hoy solo sean una foto más de los 400 millones que subimos a esta red cada día-.
En mi caso tengo un disco duro con 300 gigas de carpetas que guardan lo mejor de mi vida. Son alrededor de 40 mil archivos que van desde mi traga del colegio, el grado de la universidad y hasta la borrachera del fin de semana pasado. Qué días encontré una foto de mi primer trabajo como periodista, cuando soñaba con ganar el Pulitzer y me removió el corazón. Es lindo ver esas imágenes en las que uno aún conservaba algo de ingenuidad o inocencia frente a lo que vendría después. Entonces noté que en las fotos sonreímos como si los que nos rodean al momento de cerrarse el obturador fuesen a estar con nosotros toda la vida.
No debería estar escribiendo sobre esto. Estoy asustado de lo nostálgico que ando últimamente. No creo que sea culpa de la crisis de los 30, he sido existencialista desde que tengo memoria pero así sobrevivo. A veces trato de ayudarme mirando películas y escuchando canciones que en algún momento me hicieron feliz y funciona en el instante pero después me suelto a llorar como un niño. Y recuerdo todos los traumas infantiles, después los mezclo con los días más felices de mi vida y me vuelvo nada. Recuerdo por ejemplo cuando mis papás nos anunciaron a mi hermano y a mí que se separarían. Esa noche lloré hasta quedarme dormido convencido de que al despertar al día siguiente todo volvería a la normalidad. Pero no funcionó, fue algo así como apagar y prender el televisor esperando que la vida se arreglara.
Hace poco tuve que organizar mis 300 gigas de fotografías y encontré varias imágenes que me derrumbaron, entre esas esta foto con mi uniforme de colegio. Buzo azul oscuro y camisa blanca -salgo de mal genio porque el fotógrafo pidió quitarme las gafas para que el flash de la cámara no rebotara en mis lentes-. El caso es que me solté a llorar y como vivo solo aproveché para llorar duro y sin pena. Lloré como cuando tenía 8 años y cursaba tercero de primaria. No era un ángel de Dios pero comparado con lo que soy ahora podría decir que en 1994 era uno de los tres niños de Fátima.
Cuando tomaron esta foto era ingenuo e ignoraba lo que somos capaces de hacer los humanos. Era feliz básicamente porque no conocía el amor, la muerte ni la nostalgia.
Lo peor de la nostalgia es eso, extrañarse a uno mismo.
Jorge Jiménez
Las curas del alma
No creo que tenga problemas con el alcohol pero por mí viviría borracho. Antes pensaba que se trataba de una tusa que tenía por una ex novia que después de tres años de estar juntos un día decidió dejarme sin decir una palabra. Entonces me refugié en la cerveza y las redes sociales. Son mis escapes favoritos. Por un lado distorsiono la realidad y por el otro siento compañía.
Me cuesta entender cómo hace ahora la gente para dejar los vicios tan temprano y decirle no al trago y al cigarrillo. Tengo amigos que con 30 años se dedicaron al crossfit, a comer saludable y a montar “bici”. Hoy se comportan como si se tratara de una secta divina. A toda hora hablan de lo maravillosa que es la vida desde que se alimentan mejor y madrugan a hacer yoga. Esto me irrita un poco, porque conversan como si a todos se nos curara el alma con los mismos remedios.
En fin, creo que toda esta gente fanática de la buena vida se pasa a veces de aburrida. En mi caso son pocos los amigos que quedan capaces de salir dos días seguidos a un bar. Por mi parte no sé qué hay de divertido en encerrarse en casa a ver Nétflix todo el fin de semana. Puede que tengan razón: el alcohol, el cigarrillo y las drogas no son lo mejor para la salud, pero echarse en una cama 48 horas también suena tóxico.
Hago parte de esa generación que fumaba en los hoteles, los carros y en los restaurantes, pero eso fue antes de que comenzaran a perseguirnos como si hiciéramos parte de una célula terrorista. Los fumadores cada vez nos sentimos más arrinconados, más solos. Ahora prendemos un cigarrillo y nos miran como si estuviéramos robando o fuésemos la punta de Odebrecht.
Por mi lado siempre he hecho ejercicio. Salgo a trotar, dejo de tomar gaseosas por un tiempo y saco las harinas de la dieta. Pero jamás he dejado de emborracharme. Me gusta tomar, escuchar música y cantar mis canciones favoritas. Por temporadas lo hago solo en casa. Me siento a tomar y a escuchar a Jason Molina y lloro. Lloro porque recuerdo las temporadas en las que soñaba con tragarme el mundo y siento que ya se venció el tiempo para muchas cosas.
Entonces me deprimo pero lo disfruto. Llorar con ganas es una de las cosas más difíciles de hacer. Y es porque desde pequeños nos castraron de muchas formas y también nos enseñaron a avergonzarnos de lo que sentíamos. Por eso a veces lloramos y sentimos que está mal. Que no deberíamos.
Decía que mis escapes favoritos son el alcohol y las redes sociales. Suena dañino pero no, lo digo en serio. A algunos les hace bien andar 40 kilómetros en cicla y a otros nos caen mejor cuatro litros de cerveza. No es de gustos, necesitamos curas distintas. Ya lo dije.
Jorge Jiménez
Me cuesta entender cómo hace ahora la gente para dejar los vicios tan temprano y decirle no al trago y al cigarrillo. Tengo amigos que con 30 años se dedicaron al crossfit, a comer saludable y a montar “bici”. Hoy se comportan como si se tratara de una secta divina. A toda hora hablan de lo maravillosa que es la vida desde que se alimentan mejor y madrugan a hacer yoga. Esto me irrita un poco, porque conversan como si a todos se nos curara el alma con los mismos remedios.
En fin, creo que toda esta gente fanática de la buena vida se pasa a veces de aburrida. En mi caso son pocos los amigos que quedan capaces de salir dos días seguidos a un bar. Por mi parte no sé qué hay de divertido en encerrarse en casa a ver Nétflix todo el fin de semana. Puede que tengan razón: el alcohol, el cigarrillo y las drogas no son lo mejor para la salud, pero echarse en una cama 48 horas también suena tóxico.
Hago parte de esa generación que fumaba en los hoteles, los carros y en los restaurantes, pero eso fue antes de que comenzaran a perseguirnos como si hiciéramos parte de una célula terrorista. Los fumadores cada vez nos sentimos más arrinconados, más solos. Ahora prendemos un cigarrillo y nos miran como si estuviéramos robando o fuésemos la punta de Odebrecht.
Por mi lado siempre he hecho ejercicio. Salgo a trotar, dejo de tomar gaseosas por un tiempo y saco las harinas de la dieta. Pero jamás he dejado de emborracharme. Me gusta tomar, escuchar música y cantar mis canciones favoritas. Por temporadas lo hago solo en casa. Me siento a tomar y a escuchar a Jason Molina y lloro. Lloro porque recuerdo las temporadas en las que soñaba con tragarme el mundo y siento que ya se venció el tiempo para muchas cosas.
Entonces me deprimo pero lo disfruto. Llorar con ganas es una de las cosas más difíciles de hacer. Y es porque desde pequeños nos castraron de muchas formas y también nos enseñaron a avergonzarnos de lo que sentíamos. Por eso a veces lloramos y sentimos que está mal. Que no deberíamos.
Decía que mis escapes favoritos son el alcohol y las redes sociales. Suena dañino pero no, lo digo en serio. A algunos les hace bien andar 40 kilómetros en cicla y a otros nos caen mejor cuatro litros de cerveza. No es de gustos, necesitamos curas distintas. Ya lo dije.
Jorge Jiménez
Lo que somos
Colombia es más absurda de lo que se muestra en Actualidad Panamericana y los colombianos somos más oscuros que todas las temporadas de Black Mirror.
Creemos que somos mejores que la guerrilla y los paramilitares y los políticos pero nuestros crímenes cotidianos son igual de nocivos y peligrosos. Lo que pasa es que no salimos en la prensa ni llegamos a ser Tredding Topic en Twitter, por eso jamás sentimos culpa por sobornar al policía de tránsito, comprar licor de contrabando, colarnos en Transmilenio o desear que asesinen al Presidente y al equipo negociador de paz. Es como si nuestra maldad no contara porque no salimos en los medios y así vamos por la vida, lastimando al resto y delinquiendo sin aceptarlo.
Lo digo porque en estos días en Santander acabamos con dos modelos bumanguesas y hasta con la misma reina del departamento – me incluyo porque todos de alguna forma tenemos algo de culpa-. Acá llevamos un tufo de morrongos que no se nos quita con nada y aún nos parece la locura que alguien se grabe teniendo sexo o saber que Yenifer Hernández -como la mayoría de las adolescentes- también insultaba al mundo a través de Twitter. Hablamos de follar, cosa que hacemos los adultos y de tuitear estupideces, cosa que hacemos todos.
Aunque en realidad es normal que nos alteremos por eso. En Bucaramanga estos temas nos parecen aterradores porque desde acá no solo exportamos zapatos y hormigas culonas, también forjamos procuradores y elegimos diputadas cristianas.
Pero decía que los políticos no son los únicos culpables. Nosotros, quienes nos consideramos normales, somos los encargados de poner a cualquiera en la guillotina de las redes sociales y descuartizarlo sin compasión. Como no salimos salpicados con lo de Odebrecht entonces creemos que nuestras crueldades no cuentan y hacemos Yoga para sentirnos sanos de cuerpo y alma.
No sé, después de ver lo que pasó con esta gente en Bucaramanga cualquiera puede ser el próximo Christopher Jefferies. Yo he hecho más que grabarme cogiendo o insultar a alguien por Twitter y eso me llena de temor. No estamos preparados para aceptar lo que somos y por eso nos acostumbramos a mentir. De ahí viene que nos confesamos a medias en la Iglesia, que engañamos a nuestras parejas o finjamos ser Steve Jobs en las entrevistas de trabajo. Ocultamos tanto como seres humanos que cuando alguien expresa lo que es nos excitamos acabándolo en las redes sociales.
Acá deberían crucificarnos a todos como en Hated in the Nation en Black Mirror. Sería bueno que recibiéramos un poco de tanto odio que vamos soltando por ahí en el tráfico, en el trabajo o en nuestras relaciones. Uno siempre se hace la víctima o se indigna por cualquier cosa porque cree que es el Dalái Lama o la Madre Teresa de Calcuta.
Ya veremos cómo nos va mañana cuando nos toque el turno de ser tendencia en Twitter, estoy seguro que no será por las obras de beneficencia en África ni por encontrar la cura de cáncer. Qué miedo.
Jorge Jiménez
Creemos que somos mejores que la guerrilla y los paramilitares y los políticos pero nuestros crímenes cotidianos son igual de nocivos y peligrosos. Lo que pasa es que no salimos en la prensa ni llegamos a ser Tredding Topic en Twitter, por eso jamás sentimos culpa por sobornar al policía de tránsito, comprar licor de contrabando, colarnos en Transmilenio o desear que asesinen al Presidente y al equipo negociador de paz. Es como si nuestra maldad no contara porque no salimos en los medios y así vamos por la vida, lastimando al resto y delinquiendo sin aceptarlo.
Lo digo porque en estos días en Santander acabamos con dos modelos bumanguesas y hasta con la misma reina del departamento – me incluyo porque todos de alguna forma tenemos algo de culpa-. Acá llevamos un tufo de morrongos que no se nos quita con nada y aún nos parece la locura que alguien se grabe teniendo sexo o saber que Yenifer Hernández -como la mayoría de las adolescentes- también insultaba al mundo a través de Twitter. Hablamos de follar, cosa que hacemos los adultos y de tuitear estupideces, cosa que hacemos todos.
Aunque en realidad es normal que nos alteremos por eso. En Bucaramanga estos temas nos parecen aterradores porque desde acá no solo exportamos zapatos y hormigas culonas, también forjamos procuradores y elegimos diputadas cristianas.
Pero decía que los políticos no son los únicos culpables. Nosotros, quienes nos consideramos normales, somos los encargados de poner a cualquiera en la guillotina de las redes sociales y descuartizarlo sin compasión. Como no salimos salpicados con lo de Odebrecht entonces creemos que nuestras crueldades no cuentan y hacemos Yoga para sentirnos sanos de cuerpo y alma.
No sé, después de ver lo que pasó con esta gente en Bucaramanga cualquiera puede ser el próximo Christopher Jefferies. Yo he hecho más que grabarme cogiendo o insultar a alguien por Twitter y eso me llena de temor. No estamos preparados para aceptar lo que somos y por eso nos acostumbramos a mentir. De ahí viene que nos confesamos a medias en la Iglesia, que engañamos a nuestras parejas o finjamos ser Steve Jobs en las entrevistas de trabajo. Ocultamos tanto como seres humanos que cuando alguien expresa lo que es nos excitamos acabándolo en las redes sociales.
Acá deberían crucificarnos a todos como en Hated in the Nation en Black Mirror. Sería bueno que recibiéramos un poco de tanto odio que vamos soltando por ahí en el tráfico, en el trabajo o en nuestras relaciones. Uno siempre se hace la víctima o se indigna por cualquier cosa porque cree que es el Dalái Lama o la Madre Teresa de Calcuta.
Ya veremos cómo nos va mañana cuando nos toque el turno de ser tendencia en Twitter, estoy seguro que no será por las obras de beneficencia en África ni por encontrar la cura de cáncer. Qué miedo.
Jorge Jiménez
Liberarnos
Hay gente que un día despierta, prepara el desayuno y luego decide renunciar a todo y resetear su vida. Para eso hay que tener coraje. Se trata de personas comunes y corrientes que se hartan de sí mismas. Yo los considero héroes y los admiro en silencio en las redes sociales. Valientes.
Mi amiga de la universidad se separó después de ocho años de casada. Tenía un hijo, un esposo que la adoraba y un hogar perfecto. Un apartamento de lujo, dos carros y un par de bicicletas junto con otras cosas lindas que están de moda. Pero se cansó y se fue. En menos de un mes hizo los papeles del divorcio y echó al aire la última década de su vida. No sé qué sucedió, solo me mamé de todo un día, dice.
En el fondo la entiendo. Para crecer hay que soltar. Pero esas cosas dan miedo. Yo estoy lleno de inseguridades, soy de esos que sienten pánico a la hora de cambiar de peluquero, comprar un celular de otra marca o viajar por una aerolínea distinta. Pienso que todo va a salir mal, que no debo retar al destino y que si las cosas están bien así no tengo porqué alterar el orden. Hasta imagino que se puede caer el avión por mis caprichos.
Tengo muchos conocidos como mi amiga que de un momento a otro cambiaron de profesión, renunciaron a sus trabajos o se fueron a vivir a otro país. Así, sin más ni más. Como si mientras durmieran hubiesen tenido una revelación divina diciéndoles que marchaban por el camino equivocado. Y está bien hacerlo, mucha gente se muere a los 80 años sin vivir cinco minutos de esa vida que soñaban en la niñez y esas cosas lastiman.
No niego que todo esto me llena de cierta envidia con quienes postean en Facebook e Instagram diciendo que encontraron el camino de la luz y la prosperidad. No sé si estén engañando al mundo pero todas esas fotos hablando del secreto para ser felices o de lo poderosas que son sus mentes me confunden. Todo luce tan fácil que a veces me dan ganas de llorar porque estoy acostumbrado a complicarme la vida y entonces vienen los ataques de angustia.
Por eso hay mañanas en las que mientras uno se ducha comienza a pensar en renunciar al trabajo y viajar por todo el mundo o ser un coach de felicidad y facturar en una hora lo que hace en un mes sentado en la oficina. A veces pienso en ser comediante o jugador profesional de ajedrez. También me imagino haciendo porno o estudiando otra carrera, algo relacionado con el medio ambiente que me haga sentir que estoy salvando al mundo o alguien. Así conseguiría algo de paz interior, que es lo que necesitamos.
Suena bien: liberarnos y salvar a alguien. Aunque sería mejor salvarnos a nosotros mismos.
Jorge Jiménez
Mi amiga de la universidad se separó después de ocho años de casada. Tenía un hijo, un esposo que la adoraba y un hogar perfecto. Un apartamento de lujo, dos carros y un par de bicicletas junto con otras cosas lindas que están de moda. Pero se cansó y se fue. En menos de un mes hizo los papeles del divorcio y echó al aire la última década de su vida. No sé qué sucedió, solo me mamé de todo un día, dice.
En el fondo la entiendo. Para crecer hay que soltar. Pero esas cosas dan miedo. Yo estoy lleno de inseguridades, soy de esos que sienten pánico a la hora de cambiar de peluquero, comprar un celular de otra marca o viajar por una aerolínea distinta. Pienso que todo va a salir mal, que no debo retar al destino y que si las cosas están bien así no tengo porqué alterar el orden. Hasta imagino que se puede caer el avión por mis caprichos.
Tengo muchos conocidos como mi amiga que de un momento a otro cambiaron de profesión, renunciaron a sus trabajos o se fueron a vivir a otro país. Así, sin más ni más. Como si mientras durmieran hubiesen tenido una revelación divina diciéndoles que marchaban por el camino equivocado. Y está bien hacerlo, mucha gente se muere a los 80 años sin vivir cinco minutos de esa vida que soñaban en la niñez y esas cosas lastiman.
No niego que todo esto me llena de cierta envidia con quienes postean en Facebook e Instagram diciendo que encontraron el camino de la luz y la prosperidad. No sé si estén engañando al mundo pero todas esas fotos hablando del secreto para ser felices o de lo poderosas que son sus mentes me confunden. Todo luce tan fácil que a veces me dan ganas de llorar porque estoy acostumbrado a complicarme la vida y entonces vienen los ataques de angustia.
Por eso hay mañanas en las que mientras uno se ducha comienza a pensar en renunciar al trabajo y viajar por todo el mundo o ser un coach de felicidad y facturar en una hora lo que hace en un mes sentado en la oficina. A veces pienso en ser comediante o jugador profesional de ajedrez. También me imagino haciendo porno o estudiando otra carrera, algo relacionado con el medio ambiente que me haga sentir que estoy salvando al mundo o alguien. Así conseguiría algo de paz interior, que es lo que necesitamos.
Suena bien: liberarnos y salvar a alguien. Aunque sería mejor salvarnos a nosotros mismos.
Jorge Jiménez
El último golazo de Cléber Santana
En cuantas vidas yo viva en todas te amaré. ¿Cómo escribir algo después de esta frase? En cuántas vidas yo viva en todas te amaré. Joder, qué poder. Algo así no solo va a las entrañas del corazón sino a la historia. Hay que leer de nuevo y respirar profundo.
En cuantas vidas yo viva en todas te amaré. Qué envidia semejante frase. Siempre intento llegar a algo así y al estrellarme con esto en la prensa me doy cuenta de lo terriblemente lejos que estoy. A veces escribo párrafos de quince líneas, cartas, postales y mensajes en mis redes sociales recordando cuanta buena y mala historia de amor conozco y solo salen retazos. Palabras mal elegidas y perversamente ubicadas. Entonces las muevo. Mejor el sujeto a este lado y el verbo de esta forma. Y luego agrego un adjetivo que después hay que borrar. Y no. No sale. En cuantas vidas yo viva, ¡carajo! ¿Qué llevaba en el corazón Cléber Santana al momento de escribir esto? ¿Qué tipo de amor produce semejante frase? ¿Es de él o solo se cruzó con ella en alguna lectura desprevenida y quedó incrustada en su mente como nos pasó a nosotros al leer la prensa?
Decía que al leer algo así solo queda cerrar los ojos y respirar. Como lo dijo Víctor Solano: “una promesa de ese tamaño, en la que se desborda más de una vida es monumental, es muy seria”. Incluso podría dejar esta hoja en blanco después del primer punto y me iría mejor, lo sé. Pero quería resaltar el último golazo de Santana al compartirnos semejante frase. Ya veremos nosotros cuándo y con quien la usamos. Ojalá estemos así de enamorados antes de morir, que no es nada fácil. Por eso da envidia.
Jorge Jiménez
Jorge Jiménez.
*Buscando en internet encontré la frase en la tercera estrofa de la canción Amor Além da Vida de Cezar y Paulinho. Sin embargo, todos los créditos son de Santana, quien se encargó de que todo el mundo la conociera a costa de su vida. Amor Além da Vida traduce ‘Amor más allá de la vida’, más impactante aún. Joder. Un golazo.
En cuantas vidas yo viva en todas te amaré. Qué envidia semejante frase. Siempre intento llegar a algo así y al estrellarme con esto en la prensa me doy cuenta de lo terriblemente lejos que estoy. A veces escribo párrafos de quince líneas, cartas, postales y mensajes en mis redes sociales recordando cuanta buena y mala historia de amor conozco y solo salen retazos. Palabras mal elegidas y perversamente ubicadas. Entonces las muevo. Mejor el sujeto a este lado y el verbo de esta forma. Y luego agrego un adjetivo que después hay que borrar. Y no. No sale. En cuantas vidas yo viva, ¡carajo! ¿Qué llevaba en el corazón Cléber Santana al momento de escribir esto? ¿Qué tipo de amor produce semejante frase? ¿Es de él o solo se cruzó con ella en alguna lectura desprevenida y quedó incrustada en su mente como nos pasó a nosotros al leer la prensa?
Decía que al leer algo así solo queda cerrar los ojos y respirar. Como lo dijo Víctor Solano: “una promesa de ese tamaño, en la que se desborda más de una vida es monumental, es muy seria”. Incluso podría dejar esta hoja en blanco después del primer punto y me iría mejor, lo sé. Pero quería resaltar el último golazo de Santana al compartirnos semejante frase. Ya veremos nosotros cuándo y con quien la usamos. Ojalá estemos así de enamorados antes de morir, que no es nada fácil. Por eso da envidia.
Jorge Jiménez
Jorge Jiménez.
*Buscando en internet encontré la frase en la tercera estrofa de la canción Amor Além da Vida de Cezar y Paulinho. Sin embargo, todos los créditos son de Santana, quien se encargó de que todo el mundo la conociera a costa de su vida. Amor Além da Vida traduce ‘Amor más allá de la vida’, más impactante aún. Joder. Un golazo.
Bendecidos y afortunadas
De repente todos encontraron la paz interior, el trabajo de sus vidas y el camino del éxito. Es una especie de secta ‘buena vibra’ que madruga a meditar y a luchar por sus sueños. Tanta divinidad confunde, la gente piensa que tener un empleo y viajar a la costa es sacarse la lotería. En Colombia la pasamos tan vacíos que cualquier paseo a Palomino nos llena el alma y así no es.
No es justo presumir tanta felicidad. Maximizamos los pequeños momentos cotidianos al punto que tomar una michelada se volvió una bendición: “la vida que merecemos”. No sé, pero si comparamos nuestras vacaciones con las de Gianluca Vacchi deberíamos ser un poco más humildes y mucho más ambiciosos antes de pensar que estamos en el cielo solo por almorzar en El Tambor o bailar en Estéreo Picnic. Debe ser cuestión de autoestima o alguna tara, pero en mi caso tengo un empleo digno, salgo con alguien que me hace feliz y viajo cada vez que puedo y aun así siento que algo falta. No podría presumir de la perfección de la vida. Acá todavía descuartizan gente, tenemos una capital sin metro y dentro de poco el Iva será del 19%. ¿Quién puede decir que todo va perfecto cuando el país pinta tan mal?
Una amiga que regresó hace poco del extranjero dice que en Colombia nos conformamos con nada pero en Instagram logramos vender la idea de que se trata de mucho y por eso creemos que hacer yoga, trabajar y tomar un coctel el fin de semana es sinónimo de exclusividad. Es relativo, dice, nos falta conocer otra clase de felicidad a ver si dejamos de sobreactuarnos con los platos de comida de cualquier restaurante.
No tengo nada en contra de quienes suben fotos diciendo que la vida les sonríe todos los días pero deberíamos bajarle al ego y al exhibicionismo. Aceptar que a veces no podemos dormir porque todavía no soltamos el pasado y llevamos rato esperando esa llamada que no llega. Y que odiamos a nuestro jefe, al vecino, a nuestra pareja, al árbitro del partido, al taxista, al niño de la esquina. Hay que reconocer que de vez en cuando se nos viene el llanto sin razón. Me pasa a veces: me suelto a llorar y no sé por qué, es como si me cansara de fingir y de aguantar. Todos llevamos un nudo ahí y por eso es imposible andar sonriendo en todas las fotografías. Somos buenos actuando pero hay domingos en que nos gana la vida que está lejos de ser perfecta.
Hay muchas cosas que van mal y no me refiero al sistema de salud, la reforma tributaria o al acuerdo de paz. Dentro de cada uno hay heridas sin cauterizar y no está bien ocultar un lado y publicar solo el otro. Un día hay que mandar todo al carajo, insultar a la vida, reconocer las frustraciones y dejar de fingir que somos bendecidos y afortunados porque Dios nos da todo. No merecemos tanto, no exageren.
Jorge Jiménez
No es justo presumir tanta felicidad. Maximizamos los pequeños momentos cotidianos al punto que tomar una michelada se volvió una bendición: “la vida que merecemos”. No sé, pero si comparamos nuestras vacaciones con las de Gianluca Vacchi deberíamos ser un poco más humildes y mucho más ambiciosos antes de pensar que estamos en el cielo solo por almorzar en El Tambor o bailar en Estéreo Picnic. Debe ser cuestión de autoestima o alguna tara, pero en mi caso tengo un empleo digno, salgo con alguien que me hace feliz y viajo cada vez que puedo y aun así siento que algo falta. No podría presumir de la perfección de la vida. Acá todavía descuartizan gente, tenemos una capital sin metro y dentro de poco el Iva será del 19%. ¿Quién puede decir que todo va perfecto cuando el país pinta tan mal?
Una amiga que regresó hace poco del extranjero dice que en Colombia nos conformamos con nada pero en Instagram logramos vender la idea de que se trata de mucho y por eso creemos que hacer yoga, trabajar y tomar un coctel el fin de semana es sinónimo de exclusividad. Es relativo, dice, nos falta conocer otra clase de felicidad a ver si dejamos de sobreactuarnos con los platos de comida de cualquier restaurante.
No tengo nada en contra de quienes suben fotos diciendo que la vida les sonríe todos los días pero deberíamos bajarle al ego y al exhibicionismo. Aceptar que a veces no podemos dormir porque todavía no soltamos el pasado y llevamos rato esperando esa llamada que no llega. Y que odiamos a nuestro jefe, al vecino, a nuestra pareja, al árbitro del partido, al taxista, al niño de la esquina. Hay que reconocer que de vez en cuando se nos viene el llanto sin razón. Me pasa a veces: me suelto a llorar y no sé por qué, es como si me cansara de fingir y de aguantar. Todos llevamos un nudo ahí y por eso es imposible andar sonriendo en todas las fotografías. Somos buenos actuando pero hay domingos en que nos gana la vida que está lejos de ser perfecta.
Hay muchas cosas que van mal y no me refiero al sistema de salud, la reforma tributaria o al acuerdo de paz. Dentro de cada uno hay heridas sin cauterizar y no está bien ocultar un lado y publicar solo el otro. Un día hay que mandar todo al carajo, insultar a la vida, reconocer las frustraciones y dejar de fingir que somos bendecidos y afortunados porque Dios nos da todo. No merecemos tanto, no exageren.
Jorge Jiménez
Cosas malas
Todos tenemos un lado oscuro y cuando falla el filtro nos metemos en problemas, la sociedad no está preparada para tanta sinceridad. Si no controlamos lo que realmente somos estaremos en el ojo del huracán como la diputada Ángela Hernández, pero al final no es culpa de ella. La pobre fue criada en este país que a pesar de tener tecnología del siglo XXI sigue administrado por bobos.
Llevamos 50 años de guerra con las Farc, engendramos tipos como Luis Alfredo Garavito y Carlos Castaño, elegimos a Samuel Moreno y educamos a los Nule. Es evidente que algo viene mal desde hace rato, que producimos cosas malas y de calidad. Acá el Gobierno, la Iglesia y la Academia fallaron porque en Colombia hay mucha gente misógina, racista, homofóbica y violenta. La diputada santandereana es solo una consecuencia de lo mal que hemos hecho las cosas. Ángela sencillamente no aguantó más, tarde o temprano todos estallamos y sale a flote nuestra naturaleza.
Decía que la mayoría tenemos algo de maldad pero con el tiempo aprendemos a administrarla. Jamás nos exponemos tanto con los extraños o sencillamente nos tragamos todo. El otro día que me robaron un retrovisor del carro fantaseé un rato a la hora del almuerzo con tener a los culpables atados de manos frente a mí y tomar justicia por mi cuenta, entonces me dibujé mentalmente golpeándolos hasta cansarme. Y eso es lo que asusta, que gente tan radical e intoxicada como uno esté en el poder liderando el futuro de este país.
Cuando uno escucha la propuesta de Ángela Hernández se da cuenta de que los heterosexuales la embarramos por criar gente así. Al contrario, deberíamos intentar con otras vías: colegios sin uniformes y libres de la cátedra religiosa, que le permitan a cada uno ser. Muchos vivimos con traumas de la niñez que pocas veces expresamos, por eso es que después de los 30 años terminamos buscando un psicólogo que nos ayude a liberar los temores de la infancia.
En Colombia cuando uno ve este tipo de noticias en los medios no sale de la casa informado sino deprimido. Insinuar que los homosexuales tengan colegios exclusivos refleja la patología de un país intoxicado y enfermo. Acá a todos nos ha faltado amor, por eso vivimos llenos de inseguridades cuando vemos que otros hacen lo que los llena de felicidad. El otro día repetí The Beginners y entendí que el verdadero amor se manifiesta en edades y cuerpos distintos a los que estamos acostumbramos. Si todavía no logramos entender eso es porque tenemos muchas taras y hay que revisar todo de nuevo.
Jorge Jiménez
Llevamos 50 años de guerra con las Farc, engendramos tipos como Luis Alfredo Garavito y Carlos Castaño, elegimos a Samuel Moreno y educamos a los Nule. Es evidente que algo viene mal desde hace rato, que producimos cosas malas y de calidad. Acá el Gobierno, la Iglesia y la Academia fallaron porque en Colombia hay mucha gente misógina, racista, homofóbica y violenta. La diputada santandereana es solo una consecuencia de lo mal que hemos hecho las cosas. Ángela sencillamente no aguantó más, tarde o temprano todos estallamos y sale a flote nuestra naturaleza.
Decía que la mayoría tenemos algo de maldad pero con el tiempo aprendemos a administrarla. Jamás nos exponemos tanto con los extraños o sencillamente nos tragamos todo. El otro día que me robaron un retrovisor del carro fantaseé un rato a la hora del almuerzo con tener a los culpables atados de manos frente a mí y tomar justicia por mi cuenta, entonces me dibujé mentalmente golpeándolos hasta cansarme. Y eso es lo que asusta, que gente tan radical e intoxicada como uno esté en el poder liderando el futuro de este país.
Cuando uno escucha la propuesta de Ángela Hernández se da cuenta de que los heterosexuales la embarramos por criar gente así. Al contrario, deberíamos intentar con otras vías: colegios sin uniformes y libres de la cátedra religiosa, que le permitan a cada uno ser. Muchos vivimos con traumas de la niñez que pocas veces expresamos, por eso es que después de los 30 años terminamos buscando un psicólogo que nos ayude a liberar los temores de la infancia.
En Colombia cuando uno ve este tipo de noticias en los medios no sale de la casa informado sino deprimido. Insinuar que los homosexuales tengan colegios exclusivos refleja la patología de un país intoxicado y enfermo. Acá a todos nos ha faltado amor, por eso vivimos llenos de inseguridades cuando vemos que otros hacen lo que los llena de felicidad. El otro día repetí The Beginners y entendí que el verdadero amor se manifiesta en edades y cuerpos distintos a los que estamos acostumbramos. Si todavía no logramos entender eso es porque tenemos muchas taras y hay que revisar todo de nuevo.
Jorge Jiménez
Una broma pesada
Colombia da risa y no solo por las ironías de Actualidad Panamericana. Este es un país que se acostumbró a convertir las tragedias en carcajadas, por eso Julio Sánchez Cristo presenta las noticias de corrupción y violencia con algún vallenato de fondo, para que disfrutemos escuchar el informe de desempleo amenizado con la puya acordeonera de Silvestre Dangond –aquí la música tiene el poder de convertir cualquier pena en un asunto bailable-.
Pero esa es la gracia del humor, el punchline siempre lleva algo de absurdo que desbarata lo serio para darle gracia. Es como tener niños muriendo de hambre y gastar dinero en un plebiscito para preguntarle al pueblo si quiere paz o continuar con la guerra. Es humor puro, del negro, del colombiano. Pasa acá porque este país más que de pobreza está lleno de ironía.
Superamos sin esfuerzo la ficción. Fácil uno encuentra en la prensa que el comandante de la Policía Antinarcóticos Nestor Maestre Ponce fue condenado por narcotráfico. Así nada más. No hay que explicar. Todo termina mostrándose como un chasco más. Como el chiste del congresista que ganaba $21 millones y no le alcanzaba para la gasolina del carro. Colombia nos da risa porque queremos ser el país más feliz del mundo.
Nos curamos rápido de la indignación porque termina en Sábados Felices. El país que odiamos es el mismo que nos alegra la vida. Solo es cuestión de recordar al ex presiente que tiene 300 hombres encargados de su seguridad y ante cualquier amenaza de peligro se toman medidas para salvar al héroe de la patria. En cambio olvidamos a Diana Ximena Castañeda, quien sobrevivió a 95 puñaladas y denunció a sus atacantes –quienes luego la descuartizaron-. El gobierno no le regaló ni un silbato para salvar su vida. Otra ironía cruel, a una mujer en peligro la ignoran y a un hombre peligroso lo custodian.
Todo es una burla más en Colombia, somos una broma pesada.
Jorge Jiménez
Jorge Jiménez
Falta mucho
Uno compara a Bucaramanga con el resto de ciudades y en realidad parece ser algo lindo. Los trancones no se toman más de media hora, tiene buen clima y de cierta forma se puede caminar sin el miedo a morir en un atraco en alguna esquina. Sin embargo tiene un gran tufo a pueblo, a infierno chico. Acá todos saben quién es quién y en cuál motel se acuestan. Para ciudad falta mucho, no solo se trata de tener Metrolínea y un par de bares elegantes en donde inflan los precios solo porque tienen televisores plasma en las paredes. Falta mucho.
Es el dilema de quien vive en Bucaramanga: trabajar y estudiar en un vividero parecido a un pueblo costero en el cual puede ir al supermercado en chanclas y pijama o enfrentarse a Bogotá con la depresión de la soledad, el clima y los precios que joden a cualquiera. La ciudad es bonita pero solo en fotos o como puente para llegar a San Gil, Barichara y el Cañón del Chicamocha -que es lo que vale la pena de Santander-. De resto cualquier turista que se quede más de dos días se da cuenta de que acá solo hay parques y chuzos para tomar cerveza. Pero es culpa de todos, es lo que da. La mayoría se queja de que no hay opciones culturales y cuando se presenta una obra en el Teatro Corfescu lloran porque cincuenta mil pesos les parece mucho por un show de dos horas. Así no se puede.
En los últimos años han construido varios centros comerciales echando cemento que da miedo. Acá los edificios crecen más rápido que el Zika y los parques turísticos manejan inversiones absurdas, pero va uno de compras al Cacique y no necesita más para conocer la ciudad. Hay de todo y no hay nada. Es una gran tienda de marcas y franquicias. Ir a La Birrería es lo mismo que sentarse en El Propio y así hay muchos lugares: caros y aburridos.
Por estos días dicen que lo único malo de Bucaramanga es que huele mal pero no estamos hablando de Mónaco. Es una ciudad del tercer mundo, rodeada de comunas, sin un teatro que valga la pena y un equipo de fútbol más bien mediocre. Hay gente que parquea en donde le da la gana, gobernantes relacionados con los paramilitares y restaurantes que cobran platos de comida como si los ofrecieran en el Oxo Tower Restaurant.
Además hablamos de un espacio pequeño. Inevitable cruzarse al jefe de la oficina en el cine o a la exnovia en la discoteca y eso desespera. Huir de las personas que nos rodean todos los días cuenta como terapia contra la depresión y es difícil salir de la rutina cuando en una ciudad se repiten tantas cosas. Uno aprende a querer a Bucaramanga porque no hay más, pero es exagerado decir que lo único que anda mal son los malos olores, nos falta mucho.
Jorge Jiménez
Es el dilema de quien vive en Bucaramanga: trabajar y estudiar en un vividero parecido a un pueblo costero en el cual puede ir al supermercado en chanclas y pijama o enfrentarse a Bogotá con la depresión de la soledad, el clima y los precios que joden a cualquiera. La ciudad es bonita pero solo en fotos o como puente para llegar a San Gil, Barichara y el Cañón del Chicamocha -que es lo que vale la pena de Santander-. De resto cualquier turista que se quede más de dos días se da cuenta de que acá solo hay parques y chuzos para tomar cerveza. Pero es culpa de todos, es lo que da. La mayoría se queja de que no hay opciones culturales y cuando se presenta una obra en el Teatro Corfescu lloran porque cincuenta mil pesos les parece mucho por un show de dos horas. Así no se puede.
En los últimos años han construido varios centros comerciales echando cemento que da miedo. Acá los edificios crecen más rápido que el Zika y los parques turísticos manejan inversiones absurdas, pero va uno de compras al Cacique y no necesita más para conocer la ciudad. Hay de todo y no hay nada. Es una gran tienda de marcas y franquicias. Ir a La Birrería es lo mismo que sentarse en El Propio y así hay muchos lugares: caros y aburridos.
Por estos días dicen que lo único malo de Bucaramanga es que huele mal pero no estamos hablando de Mónaco. Es una ciudad del tercer mundo, rodeada de comunas, sin un teatro que valga la pena y un equipo de fútbol más bien mediocre. Hay gente que parquea en donde le da la gana, gobernantes relacionados con los paramilitares y restaurantes que cobran platos de comida como si los ofrecieran en el Oxo Tower Restaurant.
Además hablamos de un espacio pequeño. Inevitable cruzarse al jefe de la oficina en el cine o a la exnovia en la discoteca y eso desespera. Huir de las personas que nos rodean todos los días cuenta como terapia contra la depresión y es difícil salir de la rutina cuando en una ciudad se repiten tantas cosas. Uno aprende a querer a Bucaramanga porque no hay más, pero es exagerado decir que lo único que anda mal son los malos olores, nos falta mucho.
Jorge Jiménez
Dejar de mentir
Uno admira a varios de sus amigos sin confesarlo y lo hace en silencio por envidia. El ego duele al ver que hay personas que lograron lo que usted no ha podido: dejar de llevar una doble vida.
Esto le debe importar un carajo, pero cuando me enamoro dedico canciones de Joan Manuel Serrat, Joaquín Sabina y Pedro Guerra. Tomo vino, toco la guitarra –sin cantar-, y cito de memoria frases de Cortázar. Actúo como cualquier esnob del siglo XXI. Critico películas de moda y me burlo de quienes ponen en Facebook fotos de Truman Capote sin leer A sangre fría –como yo-. Pero cuando estoy borracho soy otro cuento. Apenas tengo tragos en la cabeza saco la billetera y la utilizo como peine para rascar la guacharaca -mi brazo izquierdo-, hablo con acento guajiro tragándome algunas letras y jodo hasta que me pongan Los recuerdos de ella –de Diomedes-. “¡Haga chillai ese acordeón primo!”, grito mientras me tomo otro aguardiente.
Así somos quienes llevamos una doble vida, a pesar de estar viejos no sabemos qué ser cuando grandes y eso duele. Cada fin de semana duele. En el concierto vallenato o en el recital de piano es lo mismo. Duele porque si bien la universidad jode a los indecisos obligándolos a escoger entre lo que quieren ser y lo que los lleve a tener, la vida nos deja seguir adelante sin elegir. Jamás nos ubica en un lado, al contrario, nos deja andar borrachos de bar en bar tratando de encontrarnos. Es lo mismo que con los libros, uno siempre busca entre los párrafos de un texto alguna cita que lo defina o se identifique con el momento que atraviesa. Lo hacemos porque conocer la desgracia de otros nos tranquiliza un poco. Solo un poco.
Contrario a lo que muchos piensan, lo mejor que hizo Kurt Cobain no fue Smells Like Teen Spirit, sino matarse y demostrar hasta dónde puede llevarnos una falsa vida -hay mucho que aprender de este valiente acto de liberación-. Por eso pienso en Luis Alfredo Garavito como una porquería de ser humano, pero me parece transparente al lado de Jimmy Savile, el presentador de la BBC quien violó a 217 niños a lo largo de 50 años mientras todos pensaban que era un caballero de la realeza británica.
Yo llevo una doble vida musical y alcohólica. Hoy puedo escuchar Silvio Rodríguez y tomar absenta y mañana estaré muerto de la pea chupando ron con las canciones de Jorge Oñate. Quién puede culparme si la vida jamás nos ha dado garantías de felicidad por nuestras decisiones. Es apenas normal que no sepamos qué somos, que por las mañanas nos miremos al espejo con asco y pensemos en suicidarnos para imaginar nuestro funeral con el ego de saber que alguien sufrirá por nosotros –sé que ella no irá, preferirá recordarme vivo, desnudo a su lado-.
Escribiendo esto recordé a Yaneth Patricia Cerón, una mujer quien un día cualquiera se lanzó del sexto piso del Hospital Universitario del Valle. Tenía 36 años antes de golpear el pavimento y fallecer. A ella también la admiro en silencio, algún día todos nos cansamos de mentir.
Jorge Jiménez
Esto le debe importar un carajo, pero cuando me enamoro dedico canciones de Joan Manuel Serrat, Joaquín Sabina y Pedro Guerra. Tomo vino, toco la guitarra –sin cantar-, y cito de memoria frases de Cortázar. Actúo como cualquier esnob del siglo XXI. Critico películas de moda y me burlo de quienes ponen en Facebook fotos de Truman Capote sin leer A sangre fría –como yo-. Pero cuando estoy borracho soy otro cuento. Apenas tengo tragos en la cabeza saco la billetera y la utilizo como peine para rascar la guacharaca -mi brazo izquierdo-, hablo con acento guajiro tragándome algunas letras y jodo hasta que me pongan Los recuerdos de ella –de Diomedes-. “¡Haga chillai ese acordeón primo!”, grito mientras me tomo otro aguardiente.
Así somos quienes llevamos una doble vida, a pesar de estar viejos no sabemos qué ser cuando grandes y eso duele. Cada fin de semana duele. En el concierto vallenato o en el recital de piano es lo mismo. Duele porque si bien la universidad jode a los indecisos obligándolos a escoger entre lo que quieren ser y lo que los lleve a tener, la vida nos deja seguir adelante sin elegir. Jamás nos ubica en un lado, al contrario, nos deja andar borrachos de bar en bar tratando de encontrarnos. Es lo mismo que con los libros, uno siempre busca entre los párrafos de un texto alguna cita que lo defina o se identifique con el momento que atraviesa. Lo hacemos porque conocer la desgracia de otros nos tranquiliza un poco. Solo un poco.
Contrario a lo que muchos piensan, lo mejor que hizo Kurt Cobain no fue Smells Like Teen Spirit, sino matarse y demostrar hasta dónde puede llevarnos una falsa vida -hay mucho que aprender de este valiente acto de liberación-. Por eso pienso en Luis Alfredo Garavito como una porquería de ser humano, pero me parece transparente al lado de Jimmy Savile, el presentador de la BBC quien violó a 217 niños a lo largo de 50 años mientras todos pensaban que era un caballero de la realeza británica.
Yo llevo una doble vida musical y alcohólica. Hoy puedo escuchar Silvio Rodríguez y tomar absenta y mañana estaré muerto de la pea chupando ron con las canciones de Jorge Oñate. Quién puede culparme si la vida jamás nos ha dado garantías de felicidad por nuestras decisiones. Es apenas normal que no sepamos qué somos, que por las mañanas nos miremos al espejo con asco y pensemos en suicidarnos para imaginar nuestro funeral con el ego de saber que alguien sufrirá por nosotros –sé que ella no irá, preferirá recordarme vivo, desnudo a su lado-.
Escribiendo esto recordé a Yaneth Patricia Cerón, una mujer quien un día cualquiera se lanzó del sexto piso del Hospital Universitario del Valle. Tenía 36 años antes de golpear el pavimento y fallecer. A ella también la admiro en silencio, algún día todos nos cansamos de mentir.
Jorge Jiménez
San Valentín es una trampa
En el día de San Valentín usted ve amor por todos lados. De cualquier lugar salen rosas rojas y corazones, pero cuando uno le pregunta a la gente si vale la pena entregarlo todo y dar la vida por la pareja la mayoría responde que no, que el amor es una cosa y ser idiota otra.
Ya estamos acostumbrados a querer a medias porque en las relaciones nos ha ido mal. Todo porque nos dimos cuenta de que nada es para siempre y que al final las cosas por lo general terminan dejando un tufo gigante a mentira. Por más de que creamos que nuestra relación es mejor que la historia de The Notebook, la vida siempre nos va a demostrar que acabaremos como Ryan Gosling en Blue Valentine. Hay que ver esa película, necesitamos aprender que en el amor se pierde más que en el póker.
Quienes celebran San Valentín con sus parejas están convencidos de que lo de ellos es único e irrepetible. Y no hay que culparlos. Es normal. Usted encuentra parejas perfectas, con miles de fotos en Instagram viajando por el mundo entero, besándose con los atardeceres de París al fondo, fotos con 300 likes y comentarios de gente que los envidia por ser el uno para el otro. A veces caigo en la trampa y creo que de verdad sus historias serían un best-seller, pero es cuestión de meses para que todo se vaya al carajo. No sé como, pero sin importar las situaciones o momentos felices compartidos, la gente se separa. Sospecho que es porque todos nos cansamos del otro en algún punto y son pocos quienes hacen algo al respecto. Tengo una amiga que lleva dos años con el novio, ya no está enamorada de él pero continúa en la relación porque le da pánico quedarse sola. Así somos, confundimos el amor con llenar vacíos.
Yo dejé de celebrar San Valentín desde que me partieron el corazón. Desde entonces veo a las parejas enamoradas con algo de superioridad y preocupación, porque es bueno saber que usted ya pasó por ahí y salió del barro, pero hay gente que va como un avión en picada apostándole todo al amor. Y luego va a doler.
Cada día somos más quienes defendemos la soltería. Queremos lograr una realización personal y profesional antes que emocional. Hay gente a la que todo le sale bien y quienes no pertenecemos a ese grupo debemos aprender a invertir nuestro tiempo en otras cosas. Conozco amigas de 30 años que están buenas y además son exitosas, trabajan en lo que aman y les pagan una millonada por eso. Pero están solas, no quieren hijos y jamás piensan casarse. Eso es sangre fría. No sé cómo hacen esas mujeres que solo se van de la casa al momento del matrimonio. A los 27 ya están en un altar y jurando amor para toda la vida sabiendo que la monogamia es cosa del siglo pasado.
Deberíamos quitarle esa carga romántica a San Valentín. Entender que es otra fecha más para gastar dinero y motelear. No hay razón para creer que se trata del último día que compartiremos con el amor de nuestra vida. Ya lo dijo Jason Molina en Coxcomb Red: “Every love is your best love, and every love is your last love”. Es mejor no desgastarse celebrando fechas especiales, al final todo puede acabar en nada.
Jorge Jiménez
Hacer el bien
A pesar de que vivo en Colombia cada día intento ser una mejor persona, pero es difícil no acumular tanto rencor con lo jodido que está el país. Uno puede ver al gobierno firmando la paz con las Farc y llenarse de esperanza pero esto se va al carajo cuando todos se burlan de alguien que denuncia un acoso sexual por parte un funcionario público. Aquí vivimos en un ir y venir de buenas y malas y al final nos adaptamos: terminamos indignados por Facebook pero hacemos matoneo por Twitter y así no es.
Nos gana la pereza, por eso vivimos esperando que vengan a salvarnos, que el uribismo acabe con la guerrilla o que Peñalosa recupere Bogotá. Siempre le exigimos a los demás –como en el amor-, pero entregamos poco de nosotros mismos. Pensamos que el mal está afuera porque nunca hacemos memoria del daño que hemos hecho desde que nacimos a quienes nos rodean. No sé, este país está mal y tampoco nos ayudamos, es como si poco a poco nos transformáramos en la gente que vemos en las noticias, esa que odiamos porque pensamos que tiene la culpa de que Colombia esté vuelta mierda sin ver que nosotros estamos tan untados como el resto.
Yo lo intento. Hace un tiempo dejo propina en todos los restaurantes a los que voy, no uso bolsas plásticas en los supermercados y cuando conduzco siempre dejo que los peatones crucen la calle caminando, sin correr, sin ese miedo colombiano a ser atropellados. Así busco algo de paz, trato de limpiar un poco lo que ha hecho este país con cada uno de nosotros desde pequeños. El secreto está en hacer bien las cosas cotidianas para que la balanza se incline un poco y no nos hundamos en el fango. No sé si tenga algo que ver con la conciencia, pero hoy quiero ser parte de solución. Así viva amargado me duele este país. Igual no tenemos más.
Tengo varios amigos que acabaron vendiendo droga, huyendo al extranjero o presos por algún delito y no necesariamente pertenecían a las Farc o a las autodefensas para terminar así de mal. Se trataba de gente normal, que de un momento a otro marcó mal la curva y se dedicó a hacer las cosas por el camino equivocado. Uno en Colombia comienza falsificando la contraseña para entrar a las discotecas y desde ahí para arriba piensa que adulterar documentos está bien siempre y cuando nos beneficie. Salvarse aquí es algo de todos los días, la situación está tan mal que delinquir es desde hace rato algo seductor y nuestro deseo de salir adelante como sea nos lleva a caer en eso.
Por mi lado me siento mal con este exceso de indignación al que estamos acostumbramos. Hace rato me cansé de hablar mal de Uribe, de Santos y de la Selección Colombia. Dejé de denunciar el mal como si yo fuese el Papa. He sido una persona mala en muchas ocasiones solo que pocos lo saben, en este país nuestros delitos cotidianos pasan de agache. Deberíamos dejar de gritar que el mundo está mal y dedicarnos a hacer el bien, así duela un poco es algo liberador. Y es gratis.
Jorge Jiménez
Nos gana la pereza, por eso vivimos esperando que vengan a salvarnos, que el uribismo acabe con la guerrilla o que Peñalosa recupere Bogotá. Siempre le exigimos a los demás –como en el amor-, pero entregamos poco de nosotros mismos. Pensamos que el mal está afuera porque nunca hacemos memoria del daño que hemos hecho desde que nacimos a quienes nos rodean. No sé, este país está mal y tampoco nos ayudamos, es como si poco a poco nos transformáramos en la gente que vemos en las noticias, esa que odiamos porque pensamos que tiene la culpa de que Colombia esté vuelta mierda sin ver que nosotros estamos tan untados como el resto.
Yo lo intento. Hace un tiempo dejo propina en todos los restaurantes a los que voy, no uso bolsas plásticas en los supermercados y cuando conduzco siempre dejo que los peatones crucen la calle caminando, sin correr, sin ese miedo colombiano a ser atropellados. Así busco algo de paz, trato de limpiar un poco lo que ha hecho este país con cada uno de nosotros desde pequeños. El secreto está en hacer bien las cosas cotidianas para que la balanza se incline un poco y no nos hundamos en el fango. No sé si tenga algo que ver con la conciencia, pero hoy quiero ser parte de solución. Así viva amargado me duele este país. Igual no tenemos más.
Tengo varios amigos que acabaron vendiendo droga, huyendo al extranjero o presos por algún delito y no necesariamente pertenecían a las Farc o a las autodefensas para terminar así de mal. Se trataba de gente normal, que de un momento a otro marcó mal la curva y se dedicó a hacer las cosas por el camino equivocado. Uno en Colombia comienza falsificando la contraseña para entrar a las discotecas y desde ahí para arriba piensa que adulterar documentos está bien siempre y cuando nos beneficie. Salvarse aquí es algo de todos los días, la situación está tan mal que delinquir es desde hace rato algo seductor y nuestro deseo de salir adelante como sea nos lleva a caer en eso.
Por mi lado me siento mal con este exceso de indignación al que estamos acostumbramos. Hace rato me cansé de hablar mal de Uribe, de Santos y de la Selección Colombia. Dejé de denunciar el mal como si yo fuese el Papa. He sido una persona mala en muchas ocasiones solo que pocos lo saben, en este país nuestros delitos cotidianos pasan de agache. Deberíamos dejar de gritar que el mundo está mal y dedicarnos a hacer el bien, así duela un poco es algo liberador. Y es gratis.
Jorge Jiménez
Tusa de fin de año
No sé de dónde viene la manía de sentirnos tristes en los días de Navidad. Debe ser una especie de tara que impide disfrutar que las cosas marchen bien alguna vez en la vida o por lo menos una vez al año. El drama parece ser más adictivo que la cocaína.
Siempre que llega diciembre repaso mentalmente cada error y fracaso de los últimos doce meses. En mi cabeza adelanto y retrocedo fotograma a fotograma y palabra por palabra cada frustración y por pequeña que sea me hundo en la culpa por lo que hice mal o dejé pendiente. Pienso en esas llamadas familiares que no contesté, en las citas que cancelé a personas que necesitaban de mí pero que me aburrían extremadamente con sus dramas cotidianos, en mis infidelidades, en las veces que preferí pegarme al celular en lugar de interactuar en alguna reunión familiar con personas que no veía desde hace dos o tres años. Me siento una mala persona, no es necesario ser un congresista colombiano o un guerrillero de las Farc para cargar con ciertas culpas oscuras. Diciembre es para algunos –como yo-, una especie de espejo negro, un domingo largo.
Me molesta que esta época se convierta en una tusa cargada de nostalgia. Tengo una amiga que hace cuatro años se casó con el hombre de su vida, un empresario con propiedades y negocios en Estados Unidos y Europa, uno de esos delfines que desde los 20 años tenía apartamento en el norte de Bogotá e iba a la universidad en Mercedes. Ella lo tiene todo con él y aún así llora cada 31 de diciembre por su ex novio, pero cuando le pregunto por qué lo hace dice que no sabe, que solo lo extraña y se siente culpable por eso. No entiendo, cuando se trata de amor siempre nos falta algo.
Todos tenemos cuadros clínicos silenciosos que se manifiestan una que otra vez en la vida, pero la depresión navideña parece un mal común. Somos varios quienes publicamos canciones y compartimos estados de Facebook cargados de una dosis de misantropía sin fundamentos. Es como si odiar al resto fuese la única forma de gritar que necesitamos cariño.
Imagino que se trata solo de la impotencia de que pasen otros 365 días sin tener lo que tanto deseamos. Después de cuatro años me llena de pánico y de angustia, por dar solo ejemplo, que tú y yo no tengamos una fotografía juntos. Por eso en esta época escucho World spins madly on de The Weepies y espero como un niño trasnochado a que la Navidad o la vida mejoren con algún regalo.
Jorge Jiménez
Siempre que llega diciembre repaso mentalmente cada error y fracaso de los últimos doce meses. En mi cabeza adelanto y retrocedo fotograma a fotograma y palabra por palabra cada frustración y por pequeña que sea me hundo en la culpa por lo que hice mal o dejé pendiente. Pienso en esas llamadas familiares que no contesté, en las citas que cancelé a personas que necesitaban de mí pero que me aburrían extremadamente con sus dramas cotidianos, en mis infidelidades, en las veces que preferí pegarme al celular en lugar de interactuar en alguna reunión familiar con personas que no veía desde hace dos o tres años. Me siento una mala persona, no es necesario ser un congresista colombiano o un guerrillero de las Farc para cargar con ciertas culpas oscuras. Diciembre es para algunos –como yo-, una especie de espejo negro, un domingo largo.
Me molesta que esta época se convierta en una tusa cargada de nostalgia. Tengo una amiga que hace cuatro años se casó con el hombre de su vida, un empresario con propiedades y negocios en Estados Unidos y Europa, uno de esos delfines que desde los 20 años tenía apartamento en el norte de Bogotá e iba a la universidad en Mercedes. Ella lo tiene todo con él y aún así llora cada 31 de diciembre por su ex novio, pero cuando le pregunto por qué lo hace dice que no sabe, que solo lo extraña y se siente culpable por eso. No entiendo, cuando se trata de amor siempre nos falta algo.
Todos tenemos cuadros clínicos silenciosos que se manifiestan una que otra vez en la vida, pero la depresión navideña parece un mal común. Somos varios quienes publicamos canciones y compartimos estados de Facebook cargados de una dosis de misantropía sin fundamentos. Es como si odiar al resto fuese la única forma de gritar que necesitamos cariño.
Imagino que se trata solo de la impotencia de que pasen otros 365 días sin tener lo que tanto deseamos. Después de cuatro años me llena de pánico y de angustia, por dar solo ejemplo, que tú y yo no tengamos una fotografía juntos. Por eso en esta época escucho World spins madly on de The Weepies y espero como un niño trasnochado a que la Navidad o la vida mejoren con algún regalo.
Jorge Jiménez
Triunfos ajenos
No se trataba de una copa internacional pero que el Atlético Bucaramanga saliera del barro después de siete años da un poco de alegría. Algo cambia. Se descarga una especie de felicidad acumulada. Que pase algo bueno es raro no solo aquí sino en la vida misma. Desde que uno crece pasa más tiempo aguantando golpes y derrotas que festejando victorias, no importa si es en el amor, el trabajo o el fútbol.
Anoche la ciudad se paralizó. Había gente borracha manejando motos con tres personas encima y carros en contravía. Un caos normal para un país en el que pensamos que ganar nos da el derecho de volver mierda lo que se nos cruce. Pero esto hace parte de esa felicidad desbordada de saber que dentro de todo lo que ocurre algo sale bien, por eso festejaron como si se tratara de un campeonato mundial y no de un ascenso a la primera categoría del fútbol colombiano, que comparada con la Premier League es poca cosa. Así duela.
A mí no me gusta el fútbol, no es agradable sufrir o sentir frustración por culpa de otros, pero entiendo el calibre de la celebración porque en Bucaramanga hace rato las cosas no funcionan bien. Esto se está transformando en una Bogotá cada vez más lejos de ‘La pequeña Manhattan’ que mencionaban los políticos y que repetían los medios de comunicación como si se tratara de Mónaco. El tráfico se ha vuelto pesado, la cultura ciudadana se fue para el carajo y la inflación es espantosa. El otro día estuve en Vintrash, un bar en donde cobran $8.000 por una limonada argumentando que son los mismos precios de Medellín, como si acá tuviésemos metro o fuéramos la primera ciudad con mayor empleo en Latinoamérica.
Vivir aquí se ha vuelto caro y aburrido. Uno se enferma poco a poco cuando ve que la misma gente que se cree buena porque va a misa los domingos estaciona el carro en los andenes al frente de la iglesia. De eso hay mucho en Bucaramanga. Todos dicen que es La Ciudad Bonita pero no dan un peso para que funcione. Por eso buscamos cómo sacar pecho por encima de los demás con lo que vayamos encontrando, como el fútbol, pero ninguna ciudad es mejor porque a sus equipos deportivos les vaya bien. De ser así con lo que ha hecho Jossimar Calvo Cúcuta sería como Praga y no el desorden infernal que conocemos.
Un montón de bumangueses se pegaron al triunfo ajeno y gritaron celebrando hasta quedar roncos, otros pusieron el escudo del equipo en el WhatsApp y llenaron las redes sociales con mensajes de orgullo cuando jamás han pisado el estadio –arriesgando su vida al hacerlo-. Por eso es que uno comienza a ver lo malo del asunto, porque ese arribismo se caga todo, hasta un ascenso después de 2.500 días.
Jorge Jiménez
Jorge Jiménez
Coraje para la felicidad
No es necesario sufrir un trastorno afectivo para deprimirse, basta con vivir en Colombia. Este país enferma a cualquiera y no solo por la violencia, la inflación y los reality shows que repiten Caracol y RCN desde 2010, se trata más de una cotidianidad bizarra que deteriora la salud mental de cualquiera.
Aquí las cosas andan al revés, sin ningún patrón descifrable y eso no es sano para ninguno. La gente que se opone al aborto argumentando el respeto a la vida es la misma que quiere ver muertos a los homosexuales, los guerrilleros y a cualquiera que piense distinto. Y es normal, acá lo absurdo hace parte de un chiste nacional. Es como si viviéramos en un país al que lo único que le queda es burlarse de sí mismo, por eso Actualidad Panamericana tiene éxito, es el primer paso de la resignación: reírnos de nuestras propias desgracias.
Cada vez hay más gente que se refugia en lo primero que encuentra. En las drogas, en el yoga, en el crossfit, en grupos de ciclistas aficionados, en Instagram, en la Iglesia Católica, en un ukelele, en los centros comerciales, en Snapchat, cualquier cosa que sirva de escape a la realidad de este país se ha convertido en sinónimo de felicidad. ¿Quién vive con dignidad en un lugar en el que los hijos de narcotraficantes y paramilitares son elegidos por voto popular para garantizar el futuro de nuestros hijos? En las pasadas elecciones un tipo con el alias de Jhon Calzones fue elegido alcalde mientras estaba preso. No necesitamos más razones para comprar un tiquete a Europa con la esperanza de no tener que regresar.
Aquí hace rato nos vendieron la idea barata de que Colombia es una tierra sabrosa, de bacanería y felicidad. Que a pesar de que el sueldo no alcance para pagar el crédito del Icetex debemos llenarnos la cara de maizena y decir que como esto no hay nada igual. Pero la verdad es que nadie envidia un país sin trenes, con 14 millones de pobres y con 15 mil niños que mueren al año por problemas relacionados con la desnutrición. Mueren de hambre y no es culpa de las Farc.
No sé cómo hacen esos quienes suben autofotos en Facebook con un mensaje inspirador, repleto de amor y deseando buenas cosas. No sé de dónde sacan tanto coraje para ser felices, debe ser gente que nunca ha tenido que ir a una EPS.
Todo es muy difuso. Cada vez veo más personas dichosas en las redes sociales como si lo que nos llenara de alegría es que todo funcione mal.
Jorge Jiménez
Aquí las cosas andan al revés, sin ningún patrón descifrable y eso no es sano para ninguno. La gente que se opone al aborto argumentando el respeto a la vida es la misma que quiere ver muertos a los homosexuales, los guerrilleros y a cualquiera que piense distinto. Y es normal, acá lo absurdo hace parte de un chiste nacional. Es como si viviéramos en un país al que lo único que le queda es burlarse de sí mismo, por eso Actualidad Panamericana tiene éxito, es el primer paso de la resignación: reírnos de nuestras propias desgracias.
Cada vez hay más gente que se refugia en lo primero que encuentra. En las drogas, en el yoga, en el crossfit, en grupos de ciclistas aficionados, en Instagram, en la Iglesia Católica, en un ukelele, en los centros comerciales, en Snapchat, cualquier cosa que sirva de escape a la realidad de este país se ha convertido en sinónimo de felicidad. ¿Quién vive con dignidad en un lugar en el que los hijos de narcotraficantes y paramilitares son elegidos por voto popular para garantizar el futuro de nuestros hijos? En las pasadas elecciones un tipo con el alias de Jhon Calzones fue elegido alcalde mientras estaba preso. No necesitamos más razones para comprar un tiquete a Europa con la esperanza de no tener que regresar.
Aquí hace rato nos vendieron la idea barata de que Colombia es una tierra sabrosa, de bacanería y felicidad. Que a pesar de que el sueldo no alcance para pagar el crédito del Icetex debemos llenarnos la cara de maizena y decir que como esto no hay nada igual. Pero la verdad es que nadie envidia un país sin trenes, con 14 millones de pobres y con 15 mil niños que mueren al año por problemas relacionados con la desnutrición. Mueren de hambre y no es culpa de las Farc.
No sé cómo hacen esos quienes suben autofotos en Facebook con un mensaje inspirador, repleto de amor y deseando buenas cosas. No sé de dónde sacan tanto coraje para ser felices, debe ser gente que nunca ha tenido que ir a una EPS.
Todo es muy difuso. Cada vez veo más personas dichosas en las redes sociales como si lo que nos llenara de alegría es que todo funcione mal.
Jorge Jiménez
Cuentas perdidas
Nos roban sin el cuchillo en el cuello, con la ilusión de una cifra real de un descuento imaginario, con un shampoo anticaspa de $14.000 que rematan en $13.999 y creemos que algo cambia, que el sistema no favorece por un día al propietario del supermercado, que la justicia existe y vale solo un peso. Las cifras engañan más que la gente –aunque parezca ficción-, y los números hacen presidentes y los mantienen por ocho años –que es un número también-. Nunca sabemos el valor real de las cosas, los precios cambian cuando se pide descuento y el costo de vida lastima menos si se paga de contado.
Somos una fecha de nacimiento, con decenas de kilos y claves de cuentas bancarias. 106 huesos con más de 650 músculos y 32 muelas caminando por la carrera 7 con calle 26. Podemos perder la vida en un segundo y lo normal es que el corazón esté entre las 60 y 100 pulsaciones por minuto. Es aburrido vivir con la cabeza llena de operaciones, recibir el sueldo y dividirlo mentalmente en las facturas de servicios. Sumar los minutos que gastamos del plan de celular y restar del paquete de datos las megas de navegación nos consume poco a poco.
El mercado nos ve la cara de idiotas, al igual que la vida y los políticos. Todo lo que nos convence de ser necesario termina por engañarnos, como el amor. Las más peligrosas son las cifras que no terminan en ceros, que parecen sinceras por ser impares. Las presentan con la ingenuidad de un niño que va a la tienda por el azúcar y les regresa a sus padres $375 de vueltos. Pudo redondear a $370, a lo colombiano y robarse el resto en dulces pero no sería creíble a la hora de rendir cuentas. Por eso es mejor escribir 89 razones en contra del gobierno de Santos, porque seducen más que 90 y tienen pinta de honestas, como de alguien que no redondea con mentiras a pesar de estar tan cerca de la próxima decena. Hace falta una sola y no es difícil de inventar, pero como el peso menos en el precio del shampoo, es necesario descontarla para que creamos que algo está de nuestro lado.
Jorge Jiménez
Somos una fecha de nacimiento, con decenas de kilos y claves de cuentas bancarias. 106 huesos con más de 650 músculos y 32 muelas caminando por la carrera 7 con calle 26. Podemos perder la vida en un segundo y lo normal es que el corazón esté entre las 60 y 100 pulsaciones por minuto. Es aburrido vivir con la cabeza llena de operaciones, recibir el sueldo y dividirlo mentalmente en las facturas de servicios. Sumar los minutos que gastamos del plan de celular y restar del paquete de datos las megas de navegación nos consume poco a poco.
El mercado nos ve la cara de idiotas, al igual que la vida y los políticos. Todo lo que nos convence de ser necesario termina por engañarnos, como el amor. Las más peligrosas son las cifras que no terminan en ceros, que parecen sinceras por ser impares. Las presentan con la ingenuidad de un niño que va a la tienda por el azúcar y les regresa a sus padres $375 de vueltos. Pudo redondear a $370, a lo colombiano y robarse el resto en dulces pero no sería creíble a la hora de rendir cuentas. Por eso es mejor escribir 89 razones en contra del gobierno de Santos, porque seducen más que 90 y tienen pinta de honestas, como de alguien que no redondea con mentiras a pesar de estar tan cerca de la próxima decena. Hace falta una sola y no es difícil de inventar, pero como el peso menos en el precio del shampoo, es necesario descontarla para que creamos que algo está de nuestro lado.
Jorge Jiménez
Almas vendidas
Facebook pierde popularidad y la gente abandona el barco emigrando a Instagram, Snapchat y Twitter. Pero por más novedosa que sea la red social, en el fondo se trata de lo mismo, de relaciones virtuales con extraños que fracasan después de unos meses.
Hace tiempo que la vida se volvió un contrato permanente con el diablo y aceptamos los términos después de crear el usuario y la contraseña. Vendemos el alma a cuanta red social está de moda. Perdemos el tiempo, la privacidad, la independencia, el sueño. Aún me resisto a abrir Instagram y no tengo idea de qué es Tumblr. Yo manejo dos correos electrónicos, Twitter, Facebook, un blog, Skype y mi cuenta bancaria y siento que no puedo con tanto. Deberían verme cuando olvido la contraseña de alguna cuenta: comienzo a sudar, maldigo y le doy golpes al escritorio. Me asusto como un niño perdido en un centro comercial, pienso que alguien me robó la vida y hasta que no doy con la mayúscula o el número que falta no me tranquilizo.
Según el Centro de Investigación Pew, los adolescentes están cansados de Facebook porque los adultos –entre ellos sus familiares-, llegaron a la red para cohibirlos. Y así corren de un lado a otro, dándole vida a perfiles basados en la bipolaridad. Hay periodistas que tienen dos cuentas de Twitter –profesional y personal-, como si fuese sano llevar tres vidas al tiempo.
Facebook tiene más de 900 millones de usuarios –algo así como el tercer país más poblado del mundo después de China e India-. Y ahí estamos nosotros, entre 300 millones de fotos diarias. No hay a donde escapar. Quienes están emigrando a Twitter deben saber que es igual de deprimente: gente como yo hablando de estupideces todo el día. ‘La red inteligente’ está inundada de políticos y pastores de iglesia, de periodistas y ex presidentes desempleados.
Si estamos buscando amigos entre millones de desconocidos es porque ayer algo hicimos mal y no hemos logrado amar a quienes están cerca. ¿Cuál es el punto de llegada? ¿Cuántas almas le daremos al diablo por lograr un poco de compañía? Tan vacíos estamos que escapamos de nuestra familia en Facebook para luego sentarnos a almorzar con ella.
Jorge Jiménez
Hace tiempo que la vida se volvió un contrato permanente con el diablo y aceptamos los términos después de crear el usuario y la contraseña. Vendemos el alma a cuanta red social está de moda. Perdemos el tiempo, la privacidad, la independencia, el sueño. Aún me resisto a abrir Instagram y no tengo idea de qué es Tumblr. Yo manejo dos correos electrónicos, Twitter, Facebook, un blog, Skype y mi cuenta bancaria y siento que no puedo con tanto. Deberían verme cuando olvido la contraseña de alguna cuenta: comienzo a sudar, maldigo y le doy golpes al escritorio. Me asusto como un niño perdido en un centro comercial, pienso que alguien me robó la vida y hasta que no doy con la mayúscula o el número que falta no me tranquilizo.
Según el Centro de Investigación Pew, los adolescentes están cansados de Facebook porque los adultos –entre ellos sus familiares-, llegaron a la red para cohibirlos. Y así corren de un lado a otro, dándole vida a perfiles basados en la bipolaridad. Hay periodistas que tienen dos cuentas de Twitter –profesional y personal-, como si fuese sano llevar tres vidas al tiempo.
Facebook tiene más de 900 millones de usuarios –algo así como el tercer país más poblado del mundo después de China e India-. Y ahí estamos nosotros, entre 300 millones de fotos diarias. No hay a donde escapar. Quienes están emigrando a Twitter deben saber que es igual de deprimente: gente como yo hablando de estupideces todo el día. ‘La red inteligente’ está inundada de políticos y pastores de iglesia, de periodistas y ex presidentes desempleados.
Si estamos buscando amigos entre millones de desconocidos es porque ayer algo hicimos mal y no hemos logrado amar a quienes están cerca. ¿Cuál es el punto de llegada? ¿Cuántas almas le daremos al diablo por lograr un poco de compañía? Tan vacíos estamos que escapamos de nuestra familia en Facebook para luego sentarnos a almorzar con ella.
Jorge Jiménez
Drogarnos
Drogarse es de humanos, no se necesitan mayores argumentos para hacerlo. La gente normal mete, se enamora y se mata.
Tengo una amiga de 20 años, se droga desde los 17 y los fines de semana varía entre marihuana, éxtasis y cocaína. Nada nuevo, hace rato que en Colombia comenzamos a imitar el modelo europeo de meter desde los 14. Catalina se graduó del Gimnasio Vermont, uno de los mejores colegios del país y su papá es gerente en un banco. Nunca ha estado en el Bronx y tampoco tiene el coeficiente intelectual de Neha Ramu (162 puntos). Se droga como una persona normal y lo hace porque es parte de ella, así como usted se toma un tinto después de almuerzo ella se mete un porro.
Las marchas a favor de la marihuana en Bogotá y Medellín siempre son un fracaso, una hipocresía, una vergüenza completa. Ninguna supera los 15 mil asistentes y en Colombia hay más de 700 mil adictos –aparte de los consumidores que no dan la cara-. Nadie marcha porque ninguno quiere quedar como un burro delante del país o su familia. Yo tampoco lo haría, no porque no quiera que se legalice la droga, sino porque luchar por algo que usted ya puede hacer desgasta. Es como pelear contra la Iglesia para que acepte el uso del condón cuando los moteles se llenan cada viernes sin que el Papa lo apruebe.
La mayoría mete, desde los de abajo hasta los de arriba. Si lo del Estéreo Picnic es como lo venden, enfocado a estratos 4, 5 y 6 entonces reúne más burros que el mismo Rock al Parque que es para pobres. En Colombia los ricos consumen tantos estupefacientes como los pobres. Los adictos del país no son solo los del Bronx como lo vende la prensa, también están en los colegios privados, en los Andes, en el Senado y la Presidencia. Es gente cotidiana -como mi amiga-, que está en la mitad de la situación. Cada día nos relacionamos con consumidores, con el tipo que atiende la caja del supermercado, el profesor de la materia de relleno, el taxista que lo salva cuando llueve en Bogotá, la vieja que atiende el Call Center de Claro–quien amablemente no resuelve nada-, y varios de los familiares con quien usted se reúne cada fin de año.
Cada cual tiene sus razones para meter y ahí no hay nada perverso. Usted es libre de escoger cómo se altera la dopamina del cerebro y de encontrar un beneficio en eso. No todos lloramos por las mismas cosas ni escuchamos la misma música para subir el ánimo. Hace poco leí que las drogas son peligrosas y recordé a un amigo del colegio que rara vez se tomaba un trago y nunca se fumó un cigarrillo. Estaba aprendiendo a tocar acordeón y cantábamos vallenatos después de salir de clases hasta que un día se pegó un tiro con una escopeta después de que su novia lo dejó.
La televisión habla cada día sobre el riesgo de la heroína pero nunca advierte algo sobre enamorarnos, como si el amor no pudiese volver estúpida a la gente hasta matarla.
Jorge Jimenez
Tengo una amiga de 20 años, se droga desde los 17 y los fines de semana varía entre marihuana, éxtasis y cocaína. Nada nuevo, hace rato que en Colombia comenzamos a imitar el modelo europeo de meter desde los 14. Catalina se graduó del Gimnasio Vermont, uno de los mejores colegios del país y su papá es gerente en un banco. Nunca ha estado en el Bronx y tampoco tiene el coeficiente intelectual de Neha Ramu (162 puntos). Se droga como una persona normal y lo hace porque es parte de ella, así como usted se toma un tinto después de almuerzo ella se mete un porro.
Las marchas a favor de la marihuana en Bogotá y Medellín siempre son un fracaso, una hipocresía, una vergüenza completa. Ninguna supera los 15 mil asistentes y en Colombia hay más de 700 mil adictos –aparte de los consumidores que no dan la cara-. Nadie marcha porque ninguno quiere quedar como un burro delante del país o su familia. Yo tampoco lo haría, no porque no quiera que se legalice la droga, sino porque luchar por algo que usted ya puede hacer desgasta. Es como pelear contra la Iglesia para que acepte el uso del condón cuando los moteles se llenan cada viernes sin que el Papa lo apruebe.
La mayoría mete, desde los de abajo hasta los de arriba. Si lo del Estéreo Picnic es como lo venden, enfocado a estratos 4, 5 y 6 entonces reúne más burros que el mismo Rock al Parque que es para pobres. En Colombia los ricos consumen tantos estupefacientes como los pobres. Los adictos del país no son solo los del Bronx como lo vende la prensa, también están en los colegios privados, en los Andes, en el Senado y la Presidencia. Es gente cotidiana -como mi amiga-, que está en la mitad de la situación. Cada día nos relacionamos con consumidores, con el tipo que atiende la caja del supermercado, el profesor de la materia de relleno, el taxista que lo salva cuando llueve en Bogotá, la vieja que atiende el Call Center de Claro–quien amablemente no resuelve nada-, y varios de los familiares con quien usted se reúne cada fin de año.
Cada cual tiene sus razones para meter y ahí no hay nada perverso. Usted es libre de escoger cómo se altera la dopamina del cerebro y de encontrar un beneficio en eso. No todos lloramos por las mismas cosas ni escuchamos la misma música para subir el ánimo. Hace poco leí que las drogas son peligrosas y recordé a un amigo del colegio que rara vez se tomaba un trago y nunca se fumó un cigarrillo. Estaba aprendiendo a tocar acordeón y cantábamos vallenatos después de salir de clases hasta que un día se pegó un tiro con una escopeta después de que su novia lo dejó.
La televisión habla cada día sobre el riesgo de la heroína pero nunca advierte algo sobre enamorarnos, como si el amor no pudiese volver estúpida a la gente hasta matarla.
Jorge Jimenez
Amor es dar
Las mujeres quieren amor y seguridad, algo así como sexo exclusivo y dinero -la interacción no puede pasar ni estar por debajo de eso-. Ellas no buscan un hombre para que sea su mejor amiga, quieren un tipo que no perdone si las pilla caminando descalzas y en cucos por el apartamento, quedaría muy mal decirles que tienen unas tangas muy sexys y no quitárselas. Ya lo dijo Dios: amor es dar.
Lo digo porque no sé cómo hay mujeres que se dejaron convencer con eso de que la igualdad de género consiste en no satisfacer a su pareja. No hay prueba más cruda de lo necesitados y sumisos que somos los hombres que ese momento en el que nos arrodillamos y metemos la cara en medio de sus muslos, podrían atravesarnos la columna cervical con una daga que moriríamos felices y con los ojos cerrados. Caeríamos entregados.
El problema está cuando uno deja de ver al otro como un pedazo de carne, cuando eso es lo más hermoso de la juventud, el deseo –con los años llegan los compromisos del trabajo, la casa y los hijos y nada más pesado que vivir para algo diferente a uno mismo-. Hay especialistas que recomiendan tener sexo para mejorar el estado físico y quemar calorías, como si tirar con quien amamos fuese una fórmula médica. Cuando uno quiere pasa el fin de semana encerrado con su pareja follando, viendo muñequitos y pidiendo pizza a domicilio, no hay mejor espacio para el amor que la cama, el resto son formalidades.
Lo complicado para quienes creemos en el amor es tirar con personas que jamás vamos a amar. Es difícil, yo soy de los románticos que solo tienen sexo con mujeres con quienes existe cierta conexión, esas con las que uno puede –paradójicamente-, pasar toda una tarde, o incluso meses, hablando en una cama sin coger. A veces lo importante en realidad son otras cosas que uno jamás entiende pero que llenan el alma, porque para liberar las ganas y no sentirse solo existe el porno y las amigas de la universidad –que son tesoros que también hay que cuidar-.
Soy partidario de ese amor real con personas que aceptan sus errores y traumas, nada más aburrido que quienes intentan luchar contra lo voluble del ser humano. Es difícil, porque las mujeres aman las películas de drama y al tiempo les cansa que un hombre entre en existencialismos. Así de complicada es la cosa, es la doble moral de las emociones, pero no se les puede culpar por ser.
Da cierto pesar eso de no poder amar como se quiere, por andar pensando en la forma se olvida el fondo. Qué angustia, con lo bueno que es tomar vino, escuchar I want to know what love is y cantar desnudos frente al espejo hasta terminar sudando de tanto culiar. Es lo que ordena Dios, amarnos.
Jorge Jiménez
Lo digo porque no sé cómo hay mujeres que se dejaron convencer con eso de que la igualdad de género consiste en no satisfacer a su pareja. No hay prueba más cruda de lo necesitados y sumisos que somos los hombres que ese momento en el que nos arrodillamos y metemos la cara en medio de sus muslos, podrían atravesarnos la columna cervical con una daga que moriríamos felices y con los ojos cerrados. Caeríamos entregados.
El problema está cuando uno deja de ver al otro como un pedazo de carne, cuando eso es lo más hermoso de la juventud, el deseo –con los años llegan los compromisos del trabajo, la casa y los hijos y nada más pesado que vivir para algo diferente a uno mismo-. Hay especialistas que recomiendan tener sexo para mejorar el estado físico y quemar calorías, como si tirar con quien amamos fuese una fórmula médica. Cuando uno quiere pasa el fin de semana encerrado con su pareja follando, viendo muñequitos y pidiendo pizza a domicilio, no hay mejor espacio para el amor que la cama, el resto son formalidades.
Lo complicado para quienes creemos en el amor es tirar con personas que jamás vamos a amar. Es difícil, yo soy de los románticos que solo tienen sexo con mujeres con quienes existe cierta conexión, esas con las que uno puede –paradójicamente-, pasar toda una tarde, o incluso meses, hablando en una cama sin coger. A veces lo importante en realidad son otras cosas que uno jamás entiende pero que llenan el alma, porque para liberar las ganas y no sentirse solo existe el porno y las amigas de la universidad –que son tesoros que también hay que cuidar-.
Soy partidario de ese amor real con personas que aceptan sus errores y traumas, nada más aburrido que quienes intentan luchar contra lo voluble del ser humano. Es difícil, porque las mujeres aman las películas de drama y al tiempo les cansa que un hombre entre en existencialismos. Así de complicada es la cosa, es la doble moral de las emociones, pero no se les puede culpar por ser.
Da cierto pesar eso de no poder amar como se quiere, por andar pensando en la forma se olvida el fondo. Qué angustia, con lo bueno que es tomar vino, escuchar I want to know what love is y cantar desnudos frente al espejo hasta terminar sudando de tanto culiar. Es lo que ordena Dios, amarnos.
Jorge Jiménez
El futuro da pánico
Soy de los que entran a un restaurante, miran la carta y si los precios pasan de $15.000 por un plato sencillo voy al baño, orino con furia sin levantar la taza hasta salpicarme los pantalones y salgo de ahí con la frente en alto. Mi sueldo como periodista no da para ese lujo. Este año el aumento del salario mínimo fue de $28.350 lo cual alcanza para un tarro de champú, una bolsa de leche, dos huevos y una libra de carne. ¿Y así piensan que la vida mejorará?
Deberíamos estar muertos del susto. Este año se acabó y 2016 llega con el mismo miedo al fracaso de los años anteriores y no se necesita ser Justin Bieber para fracasar, basta con las pequeñas cosas que salen mal. Fracasar es tener 25 años, ser profesional y depender económicamente de sus papás. Es no viajar a la costa en enero, no conocer Panamá, no tener casa propia con un palo de mango en la mitad del patio. Es pedir plata prestada, tomarle fotos a la comida con Instagram, son siete años de noviazgo sin matrimonio, es no tener sexo el fin de semana y también no saber tocar la guitarra. Todos fracasamos a nuestra manera, a cada uno nos llega la tristeza a diferente hora del día y no necesariamente un domingo.
Tengo varios colegas que confiesan que estudiar periodismo fue la peor decisión de sus vidas. Lo mismo he escuchado de abogados, médicos y administradores. Nadie se salva de que este país lo enferme y llene de frustraciones. Una amiga que estudió dos carreras en los Andes (Derecho y Economía), una maestría en Francia y quien además de estar muy buena habla inglés, francés y portugués, lleva un año desempleada. Siempre dice lo mismo, que “un amigo del amigo” la está ayudando, pero nada que la llaman. Pobre.
Colombia no ofrece mucho. Sólo dos canales privados, una ciudad con metro -qué triste un país en el que no hay trenes-, una pensión a los 60 años -muchos moriremos de cáncer antes de eso -, y un par de figuras que nos representan: García Márquez, James Rodríguez y Nairo Quintana -Shakira no clasifica por mala y porque siempre ha estado más del otro lado, sea cual sea-. En este país la familia es la única que puede ayudarnos porque el resto del sistema está diseñado para que suframos por amor, por encontrar un trabajo decente y pagar los servicios sin atrasarnos.
Triunfar es para unos pocos y si usted tiene 24 años y no es goleador en Europa entonces es otro ciudadano normal en un país normal. La vida no es hermosa como se ve en Instagram y acá cuando se termina la universidad el futuro da pánico, ya sea por no poder pagar un plato de $15.000 o por la posibilidad de encontrar una bala perdida.
Jorge Jimenez
Deberíamos estar muertos del susto. Este año se acabó y 2016 llega con el mismo miedo al fracaso de los años anteriores y no se necesita ser Justin Bieber para fracasar, basta con las pequeñas cosas que salen mal. Fracasar es tener 25 años, ser profesional y depender económicamente de sus papás. Es no viajar a la costa en enero, no conocer Panamá, no tener casa propia con un palo de mango en la mitad del patio. Es pedir plata prestada, tomarle fotos a la comida con Instagram, son siete años de noviazgo sin matrimonio, es no tener sexo el fin de semana y también no saber tocar la guitarra. Todos fracasamos a nuestra manera, a cada uno nos llega la tristeza a diferente hora del día y no necesariamente un domingo.
Tengo varios colegas que confiesan que estudiar periodismo fue la peor decisión de sus vidas. Lo mismo he escuchado de abogados, médicos y administradores. Nadie se salva de que este país lo enferme y llene de frustraciones. Una amiga que estudió dos carreras en los Andes (Derecho y Economía), una maestría en Francia y quien además de estar muy buena habla inglés, francés y portugués, lleva un año desempleada. Siempre dice lo mismo, que “un amigo del amigo” la está ayudando, pero nada que la llaman. Pobre.
Colombia no ofrece mucho. Sólo dos canales privados, una ciudad con metro -qué triste un país en el que no hay trenes-, una pensión a los 60 años -muchos moriremos de cáncer antes de eso -, y un par de figuras que nos representan: García Márquez, James Rodríguez y Nairo Quintana -Shakira no clasifica por mala y porque siempre ha estado más del otro lado, sea cual sea-. En este país la familia es la única que puede ayudarnos porque el resto del sistema está diseñado para que suframos por amor, por encontrar un trabajo decente y pagar los servicios sin atrasarnos.
Triunfar es para unos pocos y si usted tiene 24 años y no es goleador en Europa entonces es otro ciudadano normal en un país normal. La vida no es hermosa como se ve en Instagram y acá cuando se termina la universidad el futuro da pánico, ya sea por no poder pagar un plato de $15.000 o por la posibilidad de encontrar una bala perdida.
Jorge Jimenez
El precio del amor
Es el mes del amor y la amistad, Nacho Vidal lanza un manifiesto en el que propone culiar en lugar de matarnos y las redes sociales estallan de emoción. Es el mes del amor y la amistad y mi sicólogo tiene el corazón roto y yo desde el diván trato de aconsejarlo, me siento un suplente mostrándole al director técnico cómo ganar el partido que ambos vamos perdiendo contra la vida. El amor se toma la televisión y en todos lados hay noticias de famosos celebrando la fecha. Hay también un artículo en la prensa en el que dice que los colombianos no gastaremos más de cien mil pesos en el regalo de nuestras parejas este mes y para lo que cuesta encontrar alguien que valga la pena cien mil pesos es algo miserable. Mi sicólogo se suelta en llanto, dice que el argumento de ella para terminar es que él dedica más tiempo a sus pacientes que a la relación y yo me opongo rotundamente, claro. Paso de nuevo a aconsejarlo y le digo que lo mejor es dejar ser a la otra persona, no consumirla como intenta hacer su esposa. Y para rematar cito a Drexler: “uno solo retiene lo que no amarra” y sonríe, dice que a los enamorados solo les va bien en las películas y en las canciones, entonces paso de nuevo al diván y escucho por un rato cómo despotrica del amor. Pienso que no solo me quedé sin pareja hace unos meses sino que ahora, por culpa del amor también, perdí a mi sicólogo. En la radio anuncian otra película romántica que acaba de llegar al cine y arrasa en taquilla -la recuerdo a ella, diciendo que algún día seríamos como Emma y Dexter en One Day, desencontrándonos toda la vida para al final terminar juntos. Pero salió algo mal y nos separamos, no sabíamos que el amor eterno solo dura un par de semanas en cartelera-. Es el mes del amor y la amistad y los grandes amores que conocí en mi época de universidad no están juntos. Se consumieron rápidamente. Es uno de los errores más idiotas de las relaciones: consumir al otro. Devorarlo con todo puesto, que no quede rastro de su vida social, de sus sueños personales, de sus vicios. Mi sicólogo, cuando estaba bien, antes de que ella se lo tragara como un gordo a sus dulces favoritos, decía que la única forma de ganarle a un amor es tener varios. Y follar, como propone Vidal.
Jorge Jiménez
Jorge Jiménez
Desconocidos
Hay cincuenta millones de personas en Tinder. Cincuenta millones de desconocidos buscándose entre sí –toda una Colombia-. Almas que de alguna forma perdieron la esperanza en la gente que las rodea porque se dieron cuenta de que son los más cercanos quienes terminan haciéndonos más daño. Por eso ahora le apostamos a los afectos sin rostro y navegamos en la red con el anhelo de encontrar al amor de nuestras vidas en la pantalla del computador.
No es para menos, tener éxito en el amor es hoy una cuestión de marketing digital. Todo se ha vuelto un solo patrón de conquista: una buena foto con filtro de arcoíris y una frase inspiradora puede cautivar el corazón de alguien, no importa de quién. Este es uno de los éxitos de las redes sociales: encontrar compañía en extraños que cargan con las mismas taras que nosotros.
Esto se ha venido encima demasiado rápido, pasamos de buscar el amor en los cafés y las salas de espera de los aeropuertos a descargar una aplicación para dar con la persona indicada –y a la vuelta también nos registramos en Ashley Madison-. Es raro, queremos huir de la vida y escondernos de la gente que conocemos para recuperar algo de privacidad pero al tiempo terminamos mandando fotos desnudos y creando lazos personales, digitales quedaría mejor, con gente a quien ni siquiera le conocemos el tono de voz.
Ahora las grandes historias de amor comienzan y terminan con un celular y medimos la calidad de la relación con los likes que alcanzamos en Instagram y Facebook. Hay que ver el montón de cadáveres virtuales que va uno dejando a cada rato cuando termina con alguien: estados, canciones, collages, todo lo que alguna vez vendió la idea de felicidad y amor infinito permanece en la red como ruinas históricas a las que jamás les pasa el tiempo. Así comprobamos que a pesar de que el amor para siempre dura tan solo unos meses su cadáver virtual jamás se descompone.
Volviendo a los extraños, que somos todos, no queda otro remedio que aprender a querernos con códigos binarios. No hay película más patética y realista que ‘Her’, así andamos más de uno, enganchados a las máquinas en las que pensamos encontrar la clave para superar la soledad a la que ellas mismas nos han enviciado.
Yo dedico gran parte de mi tiempo en la red a hablar con extraños, uno no sabe cuánta gente esté tan desesperada como uno, que ante el mínimo contacto físico puede jurar amor para toda la vida, así todo termine en nada.
Jorge Jiménez
No es para menos, tener éxito en el amor es hoy una cuestión de marketing digital. Todo se ha vuelto un solo patrón de conquista: una buena foto con filtro de arcoíris y una frase inspiradora puede cautivar el corazón de alguien, no importa de quién. Este es uno de los éxitos de las redes sociales: encontrar compañía en extraños que cargan con las mismas taras que nosotros.
Esto se ha venido encima demasiado rápido, pasamos de buscar el amor en los cafés y las salas de espera de los aeropuertos a descargar una aplicación para dar con la persona indicada –y a la vuelta también nos registramos en Ashley Madison-. Es raro, queremos huir de la vida y escondernos de la gente que conocemos para recuperar algo de privacidad pero al tiempo terminamos mandando fotos desnudos y creando lazos personales, digitales quedaría mejor, con gente a quien ni siquiera le conocemos el tono de voz.
Ahora las grandes historias de amor comienzan y terminan con un celular y medimos la calidad de la relación con los likes que alcanzamos en Instagram y Facebook. Hay que ver el montón de cadáveres virtuales que va uno dejando a cada rato cuando termina con alguien: estados, canciones, collages, todo lo que alguna vez vendió la idea de felicidad y amor infinito permanece en la red como ruinas históricas a las que jamás les pasa el tiempo. Así comprobamos que a pesar de que el amor para siempre dura tan solo unos meses su cadáver virtual jamás se descompone.
Volviendo a los extraños, que somos todos, no queda otro remedio que aprender a querernos con códigos binarios. No hay película más patética y realista que ‘Her’, así andamos más de uno, enganchados a las máquinas en las que pensamos encontrar la clave para superar la soledad a la que ellas mismas nos han enviciado.
Yo dedico gran parte de mi tiempo en la red a hablar con extraños, uno no sabe cuánta gente esté tan desesperada como uno, que ante el mínimo contacto físico puede jurar amor para toda la vida, así todo termine en nada.
Jorge Jiménez
Frustraciones cotidianas: Obsesiones
Las fotosObsesiones de gatos se viralizan más que las imágenes de la guerra en Oriente Medio. Es como si la ternura se hubiese posicionado en las redes sociales a través de un animal. La gente ha tomado esa costumbre de potencializar con superlativos las acciones cotidianas y ahora beber una michelada, tener una mascota y montar bicicleta se vende como sinónimo de abundancia y éxito. Mentimos de una forma tan extravagante en las redes sociales que presentamos el aislamiento como si fuese el secreto de la felicidad.
Una de mis mejores amigas de la universidad tiene 30 años y ha decidido no casarse, dice que en su gato encontró la compañía perfecta que necesita para sentirse realizada. Su cuenta de Instagram está llena de fotografías de Dante, con reseñas en las que agradece a Dios por tanto. “Estoy obsesionada con él”, dice, “es como el hombre soñado, siempre está cuando lo necesito y sin infidelidades”. Así están sus cosas, ella insiste en que su única patología es la felicidad extrema, si se le puede llamar felicidad extrema a tener un gato. Un gato que no habla, como todos.
Cada uno se obsesiona con lo que se le cruza con tal de que sirva para engañar la soledad. Hay algunos con trastornos obsesivos compulsivos por la limpieza, gente que pasa una hora en la ducha sin saber que disfruta de estar enferma. Es lo mismo que en las relaciones tormentosas, gozamos creyendo que el amor se trata de joderle la vida al otro para convertirnos después en algo inolvidable. No es culpa de nadie, si nunca nos enseñaron a amar mucho menos a obsesionarnos.
En las noticias a cada rato presentan historias de personas obsesionadas con sus parejas que terminaron asesinándolas, lanzándoles ácido o mordiéndoles la cara. Hablan de ellas como si el amor fuera la única obsesión que existe, como si el resto no viviéramos enfermos a nuestra manera. El transporte público va lleno de ninfómanas, cocainómanos e insomnes que se comen en silencio su patología sin poderla presumir en Instagram como con los gatos.
El gobierno debería habilitar una línea de emergencia para llamar a reportar a quienes suben más de 30 fotos al día de sus mascotas. Existen miles de formas distintas de gritar por ayuda.
Jorge Jiménez
Una de mis mejores amigas de la universidad tiene 30 años y ha decidido no casarse, dice que en su gato encontró la compañía perfecta que necesita para sentirse realizada. Su cuenta de Instagram está llena de fotografías de Dante, con reseñas en las que agradece a Dios por tanto. “Estoy obsesionada con él”, dice, “es como el hombre soñado, siempre está cuando lo necesito y sin infidelidades”. Así están sus cosas, ella insiste en que su única patología es la felicidad extrema, si se le puede llamar felicidad extrema a tener un gato. Un gato que no habla, como todos.
Cada uno se obsesiona con lo que se le cruza con tal de que sirva para engañar la soledad. Hay algunos con trastornos obsesivos compulsivos por la limpieza, gente que pasa una hora en la ducha sin saber que disfruta de estar enferma. Es lo mismo que en las relaciones tormentosas, gozamos creyendo que el amor se trata de joderle la vida al otro para convertirnos después en algo inolvidable. No es culpa de nadie, si nunca nos enseñaron a amar mucho menos a obsesionarnos.
En las noticias a cada rato presentan historias de personas obsesionadas con sus parejas que terminaron asesinándolas, lanzándoles ácido o mordiéndoles la cara. Hablan de ellas como si el amor fuera la única obsesión que existe, como si el resto no viviéramos enfermos a nuestra manera. El transporte público va lleno de ninfómanas, cocainómanos e insomnes que se comen en silencio su patología sin poderla presumir en Instagram como con los gatos.
El gobierno debería habilitar una línea de emergencia para llamar a reportar a quienes suben más de 30 fotos al día de sus mascotas. Existen miles de formas distintas de gritar por ayuda.
Jorge Jiménez
Frustraciones cotidianas: Miedos
Mi mejor amigo va a ser papá y soy yo quien está cagado del susto. Pero es algo leve. Se trata de un pequeño vacío en el pecho, de esos que sientes cuando tu avión va a despegar y de repente escuchas unos ruidos extraños, como si el esqueleto de la aeronave estuviese despertando un domingo después de muchos martinis. ¿Cómo no llenarse de pánico si el vuelo puede estrellarse a mitad de la noche mientras escuchas tu canción favorita? Lo ves a cada rato en los medios, bajas a sacar la basura y cuando subes con el periódico hay una foto en primera plana de otro avión que no aparece.
Lo de mi amigo no tiene nada de grave y dudo que esté en la prensa. Aun así, al enterarme de que su bebé está en camino sentí ese escalofrío de los miedos cotidianos, esos que en un segundo recorren el cuerpo y llegan hasta el tuétano. Es normal, te sientes vulnerable y puede pasarte, me dije. Así es con todo, no sabes cuándo encuentres al amor de tu vida y tampoco el día que un terrorista se sentará a tu lado mientras vuelas de vacaciones a Cancún. Todo puede pasar, unas noches atrás encendí la televisión y vi como unas escaleras eléctricas se tragaron a una mujer en un centro comercial. Ahora no solo me asustan los embarazos, también encender el televisor.
Hay que ver con cuantos miedos cargamos en el día a día. Solo tendríamos que fijarnos en lo que sentimos cuando el cajero se demora en contar el dinero, cuando recibimos las espeluznantes llamadas de los bancos o al conocer las tarifas de los servicios públicos. Llevamos -sin darnos cuenta-, pequeñas angustias cotidianas, es como cuando de niño te prohíben hablar con extraños y luego en tu primer día te dejan solo parado frente a la escuela. A ver cómo te va.
La vida sería más sencilla si todo dejara de asustarnos.
Jorge Jiménez
Lo de mi amigo no tiene nada de grave y dudo que esté en la prensa. Aun así, al enterarme de que su bebé está en camino sentí ese escalofrío de los miedos cotidianos, esos que en un segundo recorren el cuerpo y llegan hasta el tuétano. Es normal, te sientes vulnerable y puede pasarte, me dije. Así es con todo, no sabes cuándo encuentres al amor de tu vida y tampoco el día que un terrorista se sentará a tu lado mientras vuelas de vacaciones a Cancún. Todo puede pasar, unas noches atrás encendí la televisión y vi como unas escaleras eléctricas se tragaron a una mujer en un centro comercial. Ahora no solo me asustan los embarazos, también encender el televisor.
Hay que ver con cuantos miedos cargamos en el día a día. Solo tendríamos que fijarnos en lo que sentimos cuando el cajero se demora en contar el dinero, cuando recibimos las espeluznantes llamadas de los bancos o al conocer las tarifas de los servicios públicos. Llevamos -sin darnos cuenta-, pequeñas angustias cotidianas, es como cuando de niño te prohíben hablar con extraños y luego en tu primer día te dejan solo parado frente a la escuela. A ver cómo te va.
La vida sería más sencilla si todo dejara de asustarnos.
Jorge Jiménez
Frustraciones cotidianas: Nostalgia
Mi mejor amigo va a ser papá y soy yo quien está cagado del susto. Pero es algo leve. Se trata de un pequeño vacío en el pecho, de esos que sientes cuando tu avión va a despegar y de repente escuchas unos ruidos extraños, como si el esqueleto de la aeronave estuviese despertando un domingo después de muchos martinis. ¿Cómo no llenarse de pánico si el vuelo puede estrellarse a mitad de la noche mientras escuchas tu canción favorita? Lo ves a cada rato en los medios, bajas a sacar la basura y cuando subes con el periódico hay una foto en primera plana de otro avión que no aparece.
Lo de mi amigo no tiene nada de grave y dudo que esté en la prensa. Aun así, al enterarme de que su bebé está en camino sentí ese escalofrío de los miedos cotidianos, esos que en un segundo recorren el cuerpo y llegan hasta el tuétano. Es normal, te sientes vulnerable y puede pasarte, me dije. Así es con todo, no sabes cuándo encuentres al amor de tu vida y tampoco el día que un terrorista se sentará a tu lado mientras vuelas de vacaciones a Cancún. Todo puede pasar, unas noches atrás encendí la televisión y vi como unas escaleras eléctricas se tragaron a una mujer en un centro comercial. Ahora no solo me asustan los embarazos, también encender el televisor.
Hay que ver con cuantos miedos cargamos en el día a día. Solo tendríamos que fijarnos en lo que sentimos cuando el cajero se demora en contar el dinero, cuando recibimos las espeluznantes llamadas de los bancos o al conocer las tarifas de los servicios públicos. Llevamos -sin darnos cuenta-, pequeñas angustias cotidianas, es como cuando de niño te prohíben hablar con extraños y luego en tu primer día te dejan solo parado frente a la escuela. A ver cómo te va.
La vida sería más sencilla si todo dejara de asustarnos.
Jorge Jiménez
Lo de mi amigo no tiene nada de grave y dudo que esté en la prensa. Aun así, al enterarme de que su bebé está en camino sentí ese escalofrío de los miedos cotidianos, esos que en un segundo recorren el cuerpo y llegan hasta el tuétano. Es normal, te sientes vulnerable y puede pasarte, me dije. Así es con todo, no sabes cuándo encuentres al amor de tu vida y tampoco el día que un terrorista se sentará a tu lado mientras vuelas de vacaciones a Cancún. Todo puede pasar, unas noches atrás encendí la televisión y vi como unas escaleras eléctricas se tragaron a una mujer en un centro comercial. Ahora no solo me asustan los embarazos, también encender el televisor.
Hay que ver con cuantos miedos cargamos en el día a día. Solo tendríamos que fijarnos en lo que sentimos cuando el cajero se demora en contar el dinero, cuando recibimos las espeluznantes llamadas de los bancos o al conocer las tarifas de los servicios públicos. Llevamos -sin darnos cuenta-, pequeñas angustias cotidianas, es como cuando de niño te prohíben hablar con extraños y luego en tu primer día te dejan solo parado frente a la escuela. A ver cómo te va.
La vida sería más sencilla si todo dejara de asustarnos.
Jorge Jiménez
Frustraciones cotidianas: Nostalgia
Encuentro en mi página de Facebook un artículo publicado por El Tiempo, se trata de un compilado de los mejores comerciales de la época escolar -tentador para los nostálgicos compulsivos-, entonces lo abro con el entusiasmo de los oficinistas que viajan a través del tiempo un viernes por la tarde. Viajar por el tiempo un viernes por la tarde, ¿qué más puede pedir un empleado que pasa ocho horas al día en un cubículo? Mi papá siempre dice que para poder viajar hay que dejar los audífonos y concentrarse en el trabajo. Trabaja duro y no escuches música, te distraes, repite cada tanto, pero ignora que los audífonos son la máquina del tiempo de esta generación. Esta mañana por ejemplo estuve en 1993 –el año en que escuché por primera vez Tuve tu amor de Charly García-, y volví al barrio en donde vivía cuando me enamoré de Laura. Sufrí por ella en silencio porque jamás me animé a pedirle siquiera un beso, uno de pequeño se enamora sin exigencias. Cuando somos adultos confundimos al amor con el comercio, ya saben: yo pago hoy y te espero en mi cama mañana.
En 1993 estaban de moda esos comerciales del artículo, Andrés Escobar seguía con vida y soñábamos con ganar el Mundial de fútbol. Yo giraba en torno a ella, aún lo hago cuando me da nostalgia los lunes por las madrugadas. No sé de donde viene esa obsesión por extrañar el pasado, como si jamás pudiéramos volver a sentirnos mejor que nuestras versiones anteriores. A mucha gente le da la risa boba a mitad de la comida, no sé a cuántos nos dan ataques de recuerdos a mitad de la noche. Yo quedo sentado en el borde de la cama mirando a la nada, como si estuviese atrapado en el tiempo y la música se apagara para siempre. Deberían inventar una forma de viajar al futuro, al año 4560, cuando ya no quede nada de lo que somos ahora y sobrevivan solo las canciones que nos acompañaron en tanta cosa. Espero que un medio de comunicación publique las mejores obras musicales de hoy y Shenandoah de Magnolia Electric Co esté en la lista, hay qué ver cuántos viajes al pasado puede alguien aguantar con una canción así.
Jorge Jiménez
En 1993 estaban de moda esos comerciales del artículo, Andrés Escobar seguía con vida y soñábamos con ganar el Mundial de fútbol. Yo giraba en torno a ella, aún lo hago cuando me da nostalgia los lunes por las madrugadas. No sé de donde viene esa obsesión por extrañar el pasado, como si jamás pudiéramos volver a sentirnos mejor que nuestras versiones anteriores. A mucha gente le da la risa boba a mitad de la comida, no sé a cuántos nos dan ataques de recuerdos a mitad de la noche. Yo quedo sentado en el borde de la cama mirando a la nada, como si estuviese atrapado en el tiempo y la música se apagara para siempre. Deberían inventar una forma de viajar al futuro, al año 4560, cuando ya no quede nada de lo que somos ahora y sobrevivan solo las canciones que nos acompañaron en tanta cosa. Espero que un medio de comunicación publique las mejores obras musicales de hoy y Shenandoah de Magnolia Electric Co esté en la lista, hay qué ver cuántos viajes al pasado puede alguien aguantar con una canción así.
Jorge Jiménez
Frustraciones cotidianas: Insomnio
Cada noche lo intentas de una forma distinta. Te masturbas, corres diez kilómetros, bebes una copa de vino y tomas gotas de valeriana. Lees y vuelves a masturbarte. Te drogas con cualquier cosa que tengas a mano: una pastilla de ibuprofeno o la televisión. Ves porno, te masturbas. Nada sirve contra el insomnio desde que te diste cuenta de que sufres de insomnio, así funciona con el resto de las cosas: solo duele hasta que lo vives, por eso no sabes cuánto se sufre por amor hasta que pierdes al amor de tu vida. No dormir ahora se te hace natural y no te apagas, te mantienes día y noche conectado con grupos de gente enferma igual que tú. Saltas de persona en persona con tu celular, quejándote en las redes sociales y buscando compañía para la noche larga. Las noches de un insomne siempre son largas, nadie se lleva bien consigo mismo.
La patología empeora cuando se pierde el foco y dudas de tu propio juicio. Pasas a no saber si eres adicto al Facebook y por eso no duermes o por no dormir es que terminas clavado en Facebook mirando hacia la nada. ¿Qué puedes encontrar a las tres de la mañana en la pantalla de tu teléfono? No dormir comienza a doler. Extrañas estar en casa de tus papás y asaltarlos en la madrugada, ni siquiera en un búnker alemán podrías sentir tanta seguridad como cuando te acuestas en medio de ellos, por eso uno renuncia al verdadero amor cuando abandona a la familia.
El insomnio es una sesión de psicología con la doctora conciencia y por más de que te esfuerces es una terapia que siempre termina mal.
Jorge Jiménez
La patología empeora cuando se pierde el foco y dudas de tu propio juicio. Pasas a no saber si eres adicto al Facebook y por eso no duermes o por no dormir es que terminas clavado en Facebook mirando hacia la nada. ¿Qué puedes encontrar a las tres de la mañana en la pantalla de tu teléfono? No dormir comienza a doler. Extrañas estar en casa de tus papás y asaltarlos en la madrugada, ni siquiera en un búnker alemán podrías sentir tanta seguridad como cuando te acuestas en medio de ellos, por eso uno renuncia al verdadero amor cuando abandona a la familia.
El insomnio es una sesión de psicología con la doctora conciencia y por más de que te esfuerces es una terapia que siempre termina mal.
Jorge Jiménez
El mejor invento del mundo
Envidio a quienes trabajan desde la casa. Además de que pueden sentarse frente al computador en ropa interior, comer galletas y ver porno sin que los despidan, también están lejos de la gente y los chismes de oficina, que al fin de cuentas es lo que motiva a renunciar, más que un sueldo de porquería.
No hay algo más saludable que alejarse de la gente. No porque alguien nos rodee quiere decir que debamos soportarlo, nada despierta más fastidio que un amigo silvestrista o una vecina con bebé nuevo. Todos necesitamos un espacio en el que no nos jodan, por eso tenemos algo de misántropos y por eso hasta los papás incomodan en algún punto de la vida, más cuando tratan de evitar que los hijos metan droga, tengan sexo y se emborrachen el fin de semana, como si ser joven consistiera en algo diferente.
Pero hoy uno siente que no puede escapar de los demás, que no hay un lugar en el que se esté tranquilo sin el cotorreo y la fantochería snob de los colombianos. En Bucaramanga cada año inauguran un centro comercial con una sala de cine más grande y un Bodytech modernizado; y las personas enloquecen porque hay un sitio nuevo en el que pueden encontrarse con la misma muchedumbre de siempre. Es como Bogotá, que por más de que tenga 475 años sigue siendo un pueblo –sin metro-, en el que usted se cruza a su jefe de compras en el Andino o a su ex novia perreando en Theatron.
Yo decidí hace mes y medio dejar de utilizar mi Iphone los fines de semana. Uno se desvaloriza por estar disponible para cualquiera a cualquier hora. Desde que suspendí el paquete de datos duermo mejor y espero algún día llegar al punto de Gustavo Entrala, quien después de su enfermedad por las redes sociales ahora solo consulta el teléfono media hora al día y lo apaga a las 9:00 de la noche. Nos falta mucho para alejarnos de lo que nos lleva a los demás, sobre todo a nosotros que nos gusta sacar el celular del bolsillo hasta para ver la hora.
En Amsterdam ya usan una aplicación para smartphones que por el sistema de geolocalización permite saber en dónde están las multitudes de gente para evitarlas, lo cual significa que en Colombia gracias a las publicaciones en Instagram, Twitter y Facebook, uno podrá saber cuánto idiota hay acumulado en el Atlantis y abstenerse de ir a mendigar una mesa alrededor de tanto circo.
Es el mejor invento del mundo, una belleza definitivamente: utilizar las redes sociales para evitar a la sociedad.
Jorge Jimenez
No hay algo más saludable que alejarse de la gente. No porque alguien nos rodee quiere decir que debamos soportarlo, nada despierta más fastidio que un amigo silvestrista o una vecina con bebé nuevo. Todos necesitamos un espacio en el que no nos jodan, por eso tenemos algo de misántropos y por eso hasta los papás incomodan en algún punto de la vida, más cuando tratan de evitar que los hijos metan droga, tengan sexo y se emborrachen el fin de semana, como si ser joven consistiera en algo diferente.
Pero hoy uno siente que no puede escapar de los demás, que no hay un lugar en el que se esté tranquilo sin el cotorreo y la fantochería snob de los colombianos. En Bucaramanga cada año inauguran un centro comercial con una sala de cine más grande y un Bodytech modernizado; y las personas enloquecen porque hay un sitio nuevo en el que pueden encontrarse con la misma muchedumbre de siempre. Es como Bogotá, que por más de que tenga 475 años sigue siendo un pueblo –sin metro-, en el que usted se cruza a su jefe de compras en el Andino o a su ex novia perreando en Theatron.
Yo decidí hace mes y medio dejar de utilizar mi Iphone los fines de semana. Uno se desvaloriza por estar disponible para cualquiera a cualquier hora. Desde que suspendí el paquete de datos duermo mejor y espero algún día llegar al punto de Gustavo Entrala, quien después de su enfermedad por las redes sociales ahora solo consulta el teléfono media hora al día y lo apaga a las 9:00 de la noche. Nos falta mucho para alejarnos de lo que nos lleva a los demás, sobre todo a nosotros que nos gusta sacar el celular del bolsillo hasta para ver la hora.
En Amsterdam ya usan una aplicación para smartphones que por el sistema de geolocalización permite saber en dónde están las multitudes de gente para evitarlas, lo cual significa que en Colombia gracias a las publicaciones en Instagram, Twitter y Facebook, uno podrá saber cuánto idiota hay acumulado en el Atlantis y abstenerse de ir a mendigar una mesa alrededor de tanto circo.
Es el mejor invento del mundo, una belleza definitivamente: utilizar las redes sociales para evitar a la sociedad.
Jorge Jimenez
Cartas de enamorados
Es 30 de abril y acabo de enviarte una carta por correo. Son 404 palabras –sin tus dos nombres- que te llegarán en una semana. No planeé ninguna de las frases que leerás, van todas con comas y puntos espontáneos, como si bailáramos por primera vez tratando de conocernos los movimientos, por eso también van algunos tachones que tropezarán tus ojos. Sellé el sobre con una réplica de Penny Black. Sé que te gustará y te fijarás en ella antes de despegarla con tus uñas sin pintar. Esperarás a la noche para estar sola en tu cuarto después de que tu abuela se duerma creyendo que estás dormida y no comenzarás a leer sin buscar en el IPod algo de Lee Hazlewood. ¿Por qué todo en la vida debe tener una banda sonora? Si no musicalizáramos la existencia sería más fácil olvidar, no estaríamos expuestos a que nos asalten accidentalmente los recuerdos al escuchar alguna canción en la radio.
La escribí sobrio y mientras lo imaginé a él también, con pantalón de tela oscuro y una camisa manga larga que compró a fin de año en algún almacén liquidado hoy por la crisis económica. Espero lleve un bolso de cuero terciado y quepis del mismo color -cumpliendo con el estereotipo del trabajo-. ¿Mirará tu expresión al leer el remitente? ¿Lo despedirás con ternura y agradecerás dándole la mano? Pregúntale el nombre, considéralo una especie de soldado que cumple una misión importante sin hacer preguntas. Merece ser recordado.
Te advierto que va sin posdata, para que no pienses que ninguna línea es más importante que otra y así vuelvas a leerla un par de veces antes de dormir. Pocos escriben ya cartas como la que te envío, con la sutileza de ubicar la fecha en la esquina superior derecha antes de la ciudad: 30/04/2015, Bogotá.
Lo único que puedo garantizar es que cada párrafo está escrito con la formalidad necesaria para que puedas presumirles a tus amigas lo que alguien hace por ti, tal vez alguna de ellas te odie porque jamás le han escrito una carta de 404 palabras con buena ortografía. Hay gente que se muere sin recibir una postal de viaje y los únicos sobres que destapa son los que llegan de los bancos.
La carta que te envié va firmada sin apellidos ni promesas románticas. Van mis dos nombres a secas, para que sea lo último que recuerdes.
Jorge Luis.
La escribí sobrio y mientras lo imaginé a él también, con pantalón de tela oscuro y una camisa manga larga que compró a fin de año en algún almacén liquidado hoy por la crisis económica. Espero lleve un bolso de cuero terciado y quepis del mismo color -cumpliendo con el estereotipo del trabajo-. ¿Mirará tu expresión al leer el remitente? ¿Lo despedirás con ternura y agradecerás dándole la mano? Pregúntale el nombre, considéralo una especie de soldado que cumple una misión importante sin hacer preguntas. Merece ser recordado.
Te advierto que va sin posdata, para que no pienses que ninguna línea es más importante que otra y así vuelvas a leerla un par de veces antes de dormir. Pocos escriben ya cartas como la que te envío, con la sutileza de ubicar la fecha en la esquina superior derecha antes de la ciudad: 30/04/2015, Bogotá.
Lo único que puedo garantizar es que cada párrafo está escrito con la formalidad necesaria para que puedas presumirles a tus amigas lo que alguien hace por ti, tal vez alguna de ellas te odie porque jamás le han escrito una carta de 404 palabras con buena ortografía. Hay gente que se muere sin recibir una postal de viaje y los únicos sobres que destapa son los que llegan de los bancos.
La carta que te envié va firmada sin apellidos ni promesas románticas. Van mis dos nombres a secas, para que sea lo último que recuerdes.
Jorge Luis.
Nos falta amor
Uno debería follar indiscriminadamente con todo el mundo hasta los 30 años, luego formar una familia y dedicarse a trabajar y dar amor. Suena hermoso, pero también podemos considerar la idea de mandar todo el mundo al carajo y quedarnos con lo que sobre: nosotros, aunque seamos poca cosa.
Hace rato nos envenenaron con la idea de que debemos buscar el amor en todas las personas que conozcamos, como si fuese el fin único de la existencia. Y viene de atrás, de las novelas mexicanas y venezolanas que inundaron Colombia hace más de cuatro décadas, de la música para planchar -siempre depresiva y arrodillada-, y sobre todo, de no saber manejar la soledad. El error está en pensar que el fin de la existencia es aparearse y tener cría y eso no es amor, es instinto. No hay que ser humano para llegar a eso. Mucha gente se casa solo por no quedarse atrás, para que no la deje el bus y luego los matrimonios acaban llenos de odios viscerales –que es en lo que terminan casi todas las relaciones cuando terminan-. Nos falta aprender más de quienes deciden vivir y morir solos, que es una de las hazañas más difíciles, pues eso de convivir con uno mismo es un suplicio, sobre todo cuando no sabemos cocinar.
En este mundo hay muchos para quienes la felicidad es viajar, cocinar o drogarse sin necesitar de alguien más, y es divino porque se vive sin el martirio de buscar una compañía perfecta. El secreto está en entender que el amor y la plenitud son fines personales y no colectivos, que el placer está en los fetiches individuales, en lo que estudiamos o hacemos para ganarnos la vida. Y aunque las mejores cosas que puede tener un ser humano son dinero y sexo por montones, para soportar la soledad es suficiente con mirarnos al espejo sin rabia por las decisiones que hemos tomado ni vergüenza por vernos tan horrible en bola. Amémonos.
Jorge Jiménez
Hace rato nos envenenaron con la idea de que debemos buscar el amor en todas las personas que conozcamos, como si fuese el fin único de la existencia. Y viene de atrás, de las novelas mexicanas y venezolanas que inundaron Colombia hace más de cuatro décadas, de la música para planchar -siempre depresiva y arrodillada-, y sobre todo, de no saber manejar la soledad. El error está en pensar que el fin de la existencia es aparearse y tener cría y eso no es amor, es instinto. No hay que ser humano para llegar a eso. Mucha gente se casa solo por no quedarse atrás, para que no la deje el bus y luego los matrimonios acaban llenos de odios viscerales –que es en lo que terminan casi todas las relaciones cuando terminan-. Nos falta aprender más de quienes deciden vivir y morir solos, que es una de las hazañas más difíciles, pues eso de convivir con uno mismo es un suplicio, sobre todo cuando no sabemos cocinar.
En este mundo hay muchos para quienes la felicidad es viajar, cocinar o drogarse sin necesitar de alguien más, y es divino porque se vive sin el martirio de buscar una compañía perfecta. El secreto está en entender que el amor y la plenitud son fines personales y no colectivos, que el placer está en los fetiches individuales, en lo que estudiamos o hacemos para ganarnos la vida. Y aunque las mejores cosas que puede tener un ser humano son dinero y sexo por montones, para soportar la soledad es suficiente con mirarnos al espejo sin rabia por las decisiones que hemos tomado ni vergüenza por vernos tan horrible en bola. Amémonos.
Jorge Jiménez
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